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Sobre
los laicos
Con autorización
del autor, teólogo laico y Decano de la Facultad de Teología
de la Pontificia Universidad Católica de Chile, publicamos este
extracto de su libro La fe en busca de inteligencia. Cuando
en la Iglesia nos confrontamos hoy día con el tema del laico, lo
hacemos condicionados y a partir de una situación en la que confluyen
dos constantes básicas: la de un lastre histórico del pasado
aún no superado y la de un desafío decisivo del presente
y del futuro de la Iglesia. Nos referiremos brevemente a estas dos coordenadas que condicionan el planteo de nuestro tema. Esta es la única manera de evitar una consideración precipitada que resultaría infecunda para situarnos ante el problema real y concreto del laico.
Un lastre histórico
no superado
La aproximación
que se hace hoy día y desde la mitad de este siglo al tema del laico
y a la cual fue receptivo el Concilio Vaticano II, no sólo es diversa
de la que prevaleció durante siglos en la historia de la Iglesia,
sino que en buena parte es reactiva ante ésta. Un breve vistazo
histórico puede resultar ilustrativo. Tomemos como punto de referencia
el mismo término utilizado. La palabra laico remite etimológicamente
a laikós, que deriva del sustantivo laós, pueblo en griego.
Ahora bien, ni en el griego clásico ni en el del Nuevo Testamento
encontramos el término laikós. Sólo aparece, y escasamente,
en algunos textos griegos cristianos de los primeros siglos1,
para designar al pueblo en cuanto diverso de los sacerdotes. En la Iglesia
latina el término laico se introduce para designar, junto al término
plebe, al cristiano que no pertenece al clero. Tenemos, pues, que el término
laico surge para designar no sólo la pertenencia a un pueblo, sino
la pertenencia a una categoría o estrato diverso de otro dentro
de ese mismo pueblo.
Dijimos que el término laico no aparece en el Nuevo Testamento;
sin embargo, la realidad que se designa cuando se introduce más
tarde en el vocabulario cristiano está claramente enunciada en los
escritos neotestamentarios. Pablo atestigua la existencia de una variedad
de ministerios y carismas promovidos por el Espíritu en el Pueblo
de Dios: “En la Iglesia, Dios ha establecido a algunos, en primer lugar,
como apóstoles; en segundo lugar, como profetas; en tercer lugar,
como maestros, luego hay milagros, luego dones de curar, asistencias, funciones
directivas, diferentes lenguas” (1 Cor.12, 28) Es decir, se afirma una
diversidad de ministerios y de carismas en la Iglesia. Sin embargo, en
el Nuevo Testamento el acento no está puesto en la diversidad y
en la distinción, sino en la unión y comunión fundamental
que comporta la pertenencia a la Iglesia. Los que más tarde serán
llamados laicos son designados en el Nuevo Testamento como “santos”, “elegidos”,
“discípulos” y sobre todo “hermanos”2,
es decir, se incluye a todos los miembros de la comunidad cristiana. Pablo,
por lo demás, no tiene una lista claramente diferenciada y unívoca
de los diversos ministerios y carismas en la Iglesia (Rom.12, 6-8; 1 Cor.
14, 1-6, 26-30;12,8-10; 13,1-3; Ef.4,11; 1Tes.5, 19-22) y cuando habla
de la diversidad insiste en la única fuente que sustenta tales ministerios
y carismas y que asegura la articulación armónica de los
mismos:”hay, además diversidad de carismas, pero uno solo es el
Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero uno solo es el Señor;
hay diversidad de operaciones, pero uno sólo es Dios, que lo hace
todo en todos y a cada uno se le ha dado una manifestación particular
del Espíritu para la utilidad común”. (1 Cor.12,4-7)
A partir del siglo IV y condicionado por la seguridad que implica la aceptación
del cristianismo como religión del imperio, se produce un relajamiento
progresivo en la conciencia escatológica de la Iglesia, la cual
determinará que la distinción que se había establecido
en el siglo III entre clero y plebe (Cipriano, Epist.45,2), o sacerdotes
y laicos (Clemente de Alejandría, Stromata 3, 12, 90-91;5,6,33,3),
se hace cada vez más radical y tajante. A esto coopera indirectamente
el florecimiento del monacato, al cual se asimila paulatinamente cada vez
más el clero. (celibato, hábito, tonsura) Monjes y clero
se hacen cada vez más los depositarios de la cultura y del poder;
las funciones eclesiales se van concentrando cada vez más en ellos.
Se llega así al momento en que clérigo significa erudito
(como lo atestigua el diccionario de la Real Academia Española:
“En la Edad Media hombre letrado y de estudios escolásticos, aunque
no tuviese orden alguna en oposición al indocto, especialmente al
que no sabía latín. El sabio, en general, aunque fuese pagano”)
y laico es sinónimo de ignorante o simplemente de idiota. La distinción
se transforma en separación sociológica y culturalmente sancionada.
Esto es perceptible en la misma liturgia que relega al laico a ser un espectador
pasivo. La institución eclesial se acomoda e interioriza la estratificación
de la sociedad medieval. También al interior de los clérigos
se acentúan las diferencias. Los obispos se asimilan al señor
feudal y el Papa es un concurrente del rey o del emperador. Lo que es condición
cultural y política pretende consolidarse como norma. Así
nos encontramos con un canon de Graciano en el siglo XII que postula “dos
géneros de cristianos”. El canon dice: “Hay dos géneros de
cristianos. Uno ligado al servicio divino y entregado a la contemplación
y a la oración, se abstiene de toda bulla de realidades temporales
y está constituido por los clérigos... El otro es el género
de los cristianos al que pertenecen los laicos. En efecto, laos significa
pueblo. A éstos se les permite tener bienes temporales..., se les
permite casarse, cultivar la tierra, depositar ofrendas en los altares,
pagar los diezmos...”. Las palabras de Graciano no constituyen ningún
exabrupto3.
Es significativo recordar que sólo al emperador y los nobles se
les permite una mayor participación, o mejor dicho, éstos
están en condiciones de imponerla4.
Tenemos, pues, que lo que era inicialmente una distinción que se
fundaba en una identidad primera y debía manifestarse como comunión,
se transforma en una separación que sanciona diferencias culturales
y sociales.
Lo anterior representa una realidad que operará como un lastre del
pasado hasta el día de hoy y que en unos condiciona un discurso
sobre el laico como si fuese un asunto de resignación, reivindicación,
o simplemente de amarga ironía, como por ejemplo, la de E. Le Roy
que escribe: “los simples fieles tienen en Roma la misma función
que los corderos de la candelaria: se les bendice y se les esquila”5,
y que en otros despierta aprensión y suspicacia. En el hecho, de
diversas maneras, el antecedente histórico antes esbozado opera
como un condicionante distorsionador de la aproximación que hoy
podemos hacer sobre el tema del laico. No sólo es preciso reconocer
un dato del pasado y no tratar de minimizarlo o justificarlo, sino que
también se requiere lucidez para captar de qué manera condiciona
la propia aproximación que hoy hagamos sobre este tema. Un
desafío decisivo
El tema del laico se ha hecho presente y urgente en la conciencia de la
Iglesia no por una introspección de ésta sobre sí
misma, por un afán directo de confrontarse con sus orígenes
y de comparar una forma histórica determinada de establecerse ella
misma como sociedad visible con la forma que tuvo en los primeros siglos;
no fue un afán de purismo arcaizante o un evangelismo retrospectivo
lo que hizo presente el tema del laico. Éste, en la forma como hoy
se plantea, surge cuando la Iglesia se confronta con una sociedad secularizada,
autónoma, autosuficiente, ante la cual ha perdido vigencia. Esta
confrontación se inició en los comienzos de la época
moderna (Renacimiento científico), desde entonces se ha hecho cada
vez más patente, aunque haya perdido la virulencia que tuvo en algunos
momentos de declarado anticleralismo. El tema del laico, empero, no surgió
cuando de hecho ya se daba esa confrontación entre Iglesia y sociedad
moderna emancipada de su tutela, sino que fue necesario que se tomara
conciencia de que esta sociedad moderna no era una mera negatividad condenable,
una sociedad pervertida, puesto que era una realidad que debía ser
considerada como una positividad, no sólo en cuanto se imponía
como un dato positivo ineludible, sino como una realidad que contenía
también elementos positivos y valiosos. Desde el Renacimiento, pasando
por la Ilustración, hasta la mitad de este siglo el tema del laico
no se plantea todavía como lo hacemos hoy, simplemente porque entonces
lo que predomina es una actitud restaurativa de un orden teonómico
como el que pudo establecer la Iglesia en la Edad Media. Cuando en el siglo
pasado se frustran definitivamente los ensayos restaurativos del “Antiguo
Régimen” y la Iglesia desaparece como Estado poderoso y se ve reducida
a un territorio casi simbólico, cuando los hechos hacen patente
que la razón política de la modernidad, más allá
del terror subsecuente a la Revolución Francesa, es definitiva y
porfiadamente democratizante y que el mundo surgido de esa modernidad
no puede ser visto más como un mero adversario contra el cual luchar,
sino una realidad en la cual se está destinado a ser y a la cual
es preciso evangelizar, sólo entonces se produce la situación
que lleva a una toma de conciencia paulatina, pero cada vez más
nítida: entre Iglesia y mundo moderno se ha producido un abismo
y la superación del mismo no pasa por una condenación o negación
indistinta de ese mundo secularizado, sino una evangelización del
mismo. Sólo entonces se hace presente como insustituible el papel
que concierne a los “seculares” de la Iglesia en este mundo secularizado.
Sin ellos, es decir, sin los laicos, el abismo entre mundo moderno y fe
cristiana parece insalvable.
Tenemos, pues, que el tema del laico responde a un desafío que presenta
la evangelización del mundo moderno, la superación del drama
que representa la ruptura entre evangelio y cultura moderna, como lo dice
Paulo VI6.
Se inserta en una toma de conciencia que no es la de una conciencia feliz,
sino que, parafraseando a Hegel, podemos decir, es la de una conciencia
desgraciada.
Sería un simplismo arrogante negar que en los siglos pasados el
tema del laico estuvo ausente, como que si el clero y la jerarquía
se hubiesen simplemente desentendido del pueblo creyente. Ciertamente el
catecismo de Trento, las compañías, cofradías, oratorios,
escuelas de doctrina cristiana, congregaciones marianas, fraternidades
de devoción moderna, asociaciones de amistad católica, la
conferencia de San Vicente de Paul, etc. , fueron respuestas y esfuerzos
por acercarse a ese mundo que se secularizaba y alejaba cada vez más
de la Iglesia. Sin embargo, todo esto se vio en una perspectiva que podríamos
llamar de alternativa. Se trataba de edificar “un mundo católico”
contrapuesto “al mundo no católico”. Es sólo a mediados de
este siglo cuando en vez de la construcción de un mundo paralelo
cristiano se impulsa una “consagración del mundo” y precisamente
de ese mundo secularizado y surgido de la razón moderna. Entonces,
tenemos los primeros “Congresos Mundiales del apostolado de los laicos”
(1951, 1957), y la enseñanza señera de Pío XII. En
el Concilio Vaticano II encontramos testimonios explícitos que muestran
que el tema del laico se consideraba en la coyuntura del desafío
que representa la actual sociedad moderna secularizada. Así leemos
en el Proemio del decreto sobre el apostolado de los seglares: “nuestro
tiempo no exige menos celo en los laicos. Por el contrario, las circunstancias
actuales piden un apostolado seglar mucho más intenso y más
amplio. Porque el diario incremento demográfico, el progreso científico
y técnico y la intensificación de las relaciones humanas
no sólo han ampliado inmensamente los campos del apostolado de los
laicos, en su mayor parte abierto solamente a éstos, sino que, además,
han provocado nuevos problemas, que exigen atención despierta y
preocupación diligente por parte del laico. La urgencia de este
apostolado es hoy mucho mayor, porque ha aumentado, como es justo, la autonomía
de muchos sectores de la vida humana, a veces con cierta independencia
del orden ético y religioso y con grave peligro de la vida cristiana”
(A.A.1,cf. L.G.30,36).
Reseñar este segundo condicionante no significa erigirse en jueces
de los que nos precedieron en la fe y de ningún modo culparlos.
Se trata de reconocer un antecedente histórico de una situación
que hoy se nos presenta así, es decir, como un desafío, que
por su misma urgencia puede dificultar un discernimiento prudente.
Hay además un aspecto concernido en todo esto que no basta desechar
con una profesión de buena y recta intención sino ante el
cual es preciso ser sumamente lúcido. Se trata de lo siguiente:
En la medida que el problema del laico se tematiza a partir del desafío
que representa un mundo muy consciente de su propia autonomía “como
corresponde” según el texto recién citado del Vaticano II,
sino que de facto es una cultura secularizada que se ha emancipado de la
Iglesia, es decir, ante la cual la Iglesia ha perdido un poder que tuvo
en el pasado, y que hoy es una sociedad que se quiere evangelizar y no
más condenar (como todavía se hizo con ocasión de
la crisis modernista), en esta medida es un asunto que tiene una concomitancia
política ineludible. En Gaudium et Spes 3 se nos dice claramente
que la Iglesia lo que pretende es servir y no dominar al mundo moderno.
Ahora bien, para que este propósito resulte creíble, tenida
cuenta la historia de la Iglesia, ésta debe esforzarse en dar un
testimonio y el magisterio ofrecer una enseñanza lo más coherente
y transparente sobre lo político. La “Consagración del mundo”
que se persigue y señala como función específica de
los laicos (L.G.33-34) debe perfilarse nítidamente como algo diverso
de un intento por recuperar un poder pretérito como si el laicado
fuese la mano larga que ahora utilizara la clerecía como instrumento
de dominio político. En esto no sólo está en juego
un asunto de credibilidad por parte de los no cristianos, sino que, además,
se juega la posibilidad de una orientación eficaz de los creyentes
en su compromiso secular. En la coherencia que tenga el discurso y testimonio
magisterial sobre lo político se juega la eficacia concreta de las
orientaciones que se puedan ofrecer al laicado. A mi parecer lo político
representa hoy un punto neurálgico no sólo en Chile,
insoslayable cuando se trata sobre el tema del laico. Un discurso sobre
el laico que silencie el de lo político difícilmente puede
ser una orientación consistente. Ser
laico
Son varios los teólogos que actualmente prefieren evitar el término
laico porque lo consideran demasiado equívoco y más un detonador
de confusiones que un instrumento apropiado de inteligencia. No les falta
razón. En todo caso lo que importa es clarificarse sobre el contenido.
Es esto lo que trataremos de hacer. No se trata de resumir toda la doctrina
o teología del laicado7,
sino de hacer hincapié en algunos aspectos que por ser tan elementales
y obvios pueden quedar en la penumbra de lo implícito.
Cuando se habla de laico se alude inmediatamente a una distinción.
En esto hay continuidad entre la terminología que utilizó
Tertuliano y según la cual laico se distingue de clérigo,
y la descripción por vía negativa de L.G.31:”Por el nombre
de laicos se entiende aquí todos los fieles cristianos, a excepción
de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que están
en un estado religioso reconocido por la Iglesia”8.
Esta distinción, empero, no se sustenta en sí misma, sino
que remite y se funda en una identidad antecedente: el ser cristiano. Sin
esta identidad no se entiende ni sostiene la distinción. Esto no
es asunto de pura coherencia lógica, sino que es algo en lo cual
es preciso insistir, porque de hecho se ha dado y se sigue dando un discurso
maniqueo sobre el laico que absolutiza una distinción y no la ubica
en su dependencia a la unidad que la funda. Hablar de laicos y clérigos
como lo hacía Graciano cuando se refiere a dos “géneros de
cristianos” no sólo es una incongruencia lógica, sino también
una desviación eclesiológica. Nadie se atrevería a
usar hoy día tal terminología; sin embargo, no sólo
deberíamos ponernos en guardia contra todo discurso “de arriba
para abajo” sobre el laico, sino en disociar la realidad del laico de la
de ser “fiel cristiano” como dice el Concilio Vaticano II, realidad fundamental
que concierne tanto a clérigos como laicos. No se trata de
negar una distinción que se funda en la realidad específica
del ordenado que “por la unción del Espíritu Santo, quedan
sellados con un carácter particular y así se configuran con
Cristo Sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo
Cabeza” (P.Ord.2).
De lo que se trata es de situar esta distinción en lo que realmente
comporta. Como nos enseña el mismo Concilio, la diferente participación
en el “único sacerdocio de Cristo” que funda la distinción
entre laicos y sacerdotes es “de esencia y no sólo de grado” (L.G.10).
No se trata, pues, de negar una diferencia esencial, sino de no hipostasiarla
y absolutizarla como si se sostuviese en sí y pudiese ser considerada
aisladamente. Si así fuese equivaldría a afirmar que se es
más cristiano por el hecho de ser Papa, obispo o sacerdote y menos
por ser laico. Para evitar este malentendido, el mismo texto de L.G. remite
inmediatamente a esa unidad antecedente: “el sacerdocio común de
los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes
esencialmente y no sólo en grado, se ordena, sin embargo, el uno
al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio
de Cristo” (L.G.10).
Tenemos, pues, que la diferencia entre sacerdotes y laicos no está
en la falta de participación de los segundos en el sacerdocio de
Cristo, sino en una manera diversa de participar del mismo. Esta diversa
participación no funda estratos separados, dos categorías
de cristianos, sino que postula y requiere una ordenación recíproca
entre ambos, entre jerarquía y laicado. La unidad, el ser cristiano,
es lo que precede, fundamenta y orienta tal distinción. Ser laico
(o ser obispo) designa una realidad específica que ontológica
y eclesiológicamente no constituye un para sí, sino que sólo
se entiende y tiene razón de ser en referencia a esa realidad primera
y antecedente que es el ser cristiano. Esto no debería permanecer
como obviedad implícita, sino que, considerada la recurrencia de
un discurso maniqueo sobre el laico, es algo que es preciso explicitar
no sólo ocasional sino permanentemente.
Hablar del laico al margen de una perspectiva escatológica más
que orientar puede confundir. En realidad, así como un discurso
que no explicita la dependencia de la realidad laical del ser cristiano
se queda a medio camino, referirse al laicado como mero estrato de una
institución y no en el horizonte dinámico de la promesa del
reino de Dios que ha sido dada al pueblo de Dios que es la Iglesia, puede
constituir una consideración sociológica o políticamente
relevante, pero teológicamente trunca.
Nuevamente aquí podemos aprender de la historia. Los límites
de la eclesiología medieval para considerar el tema del laico, más
allá de sus evidentes condicionamientos socioculturales y políticos,
remiten a un déficit escatológico. Al desdibujarse y diluirse
el Reino de Dios como el faro escatológico de la Iglesia y del mundo,
necesariamente el discurso sobre el laico no podía tener una mayor
envergadura que la de un discurso puramente moralizante y disciplinario,
pero desprovisto de mayor enjundia teológica. Es claro que hablar
del laico en perspectiva escatológica no significa traer a colación
los temas tradicionales del juicio, cielo, infierno, etc. Significa hacerlo
teniendo como parámetro y sin perder de vista la relación
básica aclarada por el Concilio Vaticano II entre Iglesia y mundo
y de éstos con lo que constituye su meta escatológica definitiva,
el Reino de Dios. Según el Concilio, lo peculiar del laicado consiste
en “instaurar el orden temporal y actuar directamente y de forma concreta
en dicho orden, dirigidos por la luz del Evangelio...”(A.A.7). El laico,
pues es el miembro de la Iglesia que está directamente referido
al mundo. Es así decisivo en la delimitación, de lo que se
entiende por laico situarlo en el horizonte de las relaciones Iglesia-mundo-Reino
de Dios. Esto no por un puro afán aclaratorio formal, sino porque
de ello depende la solución de las dos tendencias problemáticas
que señalan con toda razón los Lineamenta9,
como características de la actual situación postconciliar.
Se dice en los Lineamenta que en el laicado se dan dos tendencias contrapuestas.
Una de secularización y la otra de “fuga del mundo”.
En el primer caso se trata de aquellos laicos que ciertamente están
comprometidos en las realidades temporales y terrenas, pero están
tan copados por la secularización, que rechazan o, de todos modos,
comprometen la fundamental e irrenunciable referencia a la fe, única
que puede generar y sostener esa ¢animación cristiana¢
que debe vivificar la acción de los laicos en el orden temporal.
No faltan las formas de colaboración en el ámbito económico,
social, político, cultural, en las cuales los laicos cristianos
renuncian a su ¢identidad¢, asumiendo criterios y métodos
que no puede compartir la fe: en éstos y semejantes casos la ¢secularidad¢
se convierte en ¢secularismo¢. En el segundo caso se trata de
una tendencia inversa, de descuidar el ¢mundo¢ de la fuga del
mundo por parte de los mismos laicos, esto es, de los fieles que viven
en el siglo y en medio de los asuntos seculares. (Lineamenta 9)
¿Cómo se explica que en el postconcilio se hayan generado
y desarrollado tendencias tan contrapuestas? Los Lineamenta no emprenden
un análisis de las causas de estas “tendencias problemáticas”
como se dice. Sin embargo, en ellas mismas subyace un presupuesto eclesiológico
que coopera en gran medida a crear y fomentar tales tendencias, aunque
la intención sea precisamente la contraria. No se trata de una falla
expresa y formal, sino más bien de una carencia que compromete un
aspecto vital y fundamental de la eclesiología. En realidad, las
“tendencias problemáticas” aluden a una dicotomía entre Iglesia
y mundo como lo indican los mismos10.
La “fuga del mundo” y la secularización hacen manifiesto que no
se da un nexo real en la conciencia del laico entre su ser Iglesia y mundo
a la vez. Ahora bien, más adelante se señala un principio
básico: “los laicos poseen una única e indivisa identidad
en cuanto a la vez son miembros de la Iglesia y la sociedad”11.
Sin embargo, en los números siguientes12,
donde se describe esta doble pertenencia del laico no se señala
con la nitidez requerida el momento de unidad, el nexo que funda “una única
e indivisa identidad”, sino que el documento se contenta con establecer
un planteo que paraleliza la condición eclesial y mundana del laico.
Ciertamente ésta no parece ser la intención del documento,
como lo muestra bien la cita que se hace del Concilio Vaticano II
(Apost. actuositatem n. 5): “La obra redentora de Cristo, aunque de suyo
se refiere a la salvación de los hombres, se propone también
la restauración de todo el orden temporal. Por ello la misión
de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje
y la gracia de Cristo, sino también el impregnar y perfeccionar
todo el orden temporal con el espíritu evangélico. Los laicos,
pues, al realizar esta misión de la Iglesia, ejercen su propio apostolado
tanto en la Iglesia como en el mundo, lo mismo en el orden espiritual que
en el temporal; órdenes ambos que, aunque distintos, están
íntimamente relacionados en el único propósito de
Dios, que lo que Dios quiere es hacer de todo el mundo una nueva creación
en Cristo, incoativamente aquí en la tierra, plenamente en el último
día”. En todo caso, creo que estamos aquí ante un aspecto
sobre el cual no se insiste suficientemente, pues la dicotomía que
manifiestan las “tendencias problemáticas” no parece ser fortuita,
sino que también se sustenta en el desconocimiento del carácter
único de la misión del laico, que nos es otro que el de la
Iglesia en su conjunto y en la dinámica escatológica que
deriva de su ser.
La “responsabilidad apostólica” del laico, tanto en las “realidades
temporales y terrenas” como en “las propiamente eclesiales”13,
no se establecen a un mismo nivel, ni se deben paralelizar en un esquema
estático. Para que se capte el nexo que las une, para que se cumpla
lo que pide el Concilio, “el laico, que es al mismo tiempo fiel y ciudadano,
debe guiarse en uno y otro orden siempre y solamente por su conciencia
cristiana” (A. A. 5), es preciso plantearse en una perspectiva dinámica
y escatológica. Esta perspectiva no se funda ni está sujeta
a la subjetividad de cada cristiano, sino que tiene como vértice
la realidad que centra el misterio de la Iglesia, el reino de Dios14.
El reino de Dios es el faro escatológico único que le confiere
su sentido tanto a la Iglesia como al mundo. En el reino de Dios desaparecerá
la dualidad Iglesia-mundo. Pues bien, no se trata ni basta recordar esto
como un postulado abstracto de la esperanza cristiana, se trata de situar
la responsabilidad y misión del laico en esta perspectiva que es
la definitiva y debería ser la definitoria de la conciencia de todo
cristiano en el presente. En esta perspectiva del reino como sentido uno
y escatológico de toda la realidad no cabe paralelizar responsabilidad
mundana y eclesial sino que éstas se deben entender en la sola esperanza
responsable del reino de Dios.
Al parecer, la dificultad para articular esta responsabilidad fundamental
del laico en toda su dimensión no sólo reside en la falta
de esperanza y en la tentación permanente a absolutizar el mundo
como lo definitivo, tal como lo manifiesta el secularismo al que se refieren
los Lineamenta, sino también en un resabio clerical persistente,
como lo pone inmediatamente de manifiesto la “fuga del mundo”. En verdad,
reconocer en concreto y no sólo profesar en abstracto la relatividad
de la Iglesia con respecto al reino de Dios pone en jaque seguridades humanas
y para algunos cuestiona la solidez de la institución eclesiástica
y resulta un riesgo demasiado grande. Ciertamente que es más claro,
distinto, seguro y confortable, coherente además con la lógica
de toda institución, situar la Iglesia como un para sí y
no como ese “germen y principio” (L.G. 5) del reino de Dios que tiene como
función servir al mundo. (G. S. 3 y 43)
En la “fuga del mundo” de los laicos se manifiesta un resabio clerical
que se ha interiorizado, que invierte la lógica del servicio que
le concierne a la Iglesia con respecto al mundo y de esta manera la desfigura
como un ídolo y oscurece su realidad peregrina al reino de Dios.
Es preciso, pues, no sólo por coherencia con el marco de referencia
que establece el Concilio Vaticano II para entender la misión del
laico¾”La Iglesia al prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo
múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del
Reino de Dios y la salvación de la humanidad” (G.S. 45)¾sino
para superar la disyuntiva o secularización o fuga del mundo insistir
en la dimensión escatológica en la cual se inserta el ser
y quehacer laical. Esto implica mostrar que al afirmarse que el mundo es
para un cristiano relativo al reino de Dios, no sólo se relativiza
el mundo y compromiso secular como realidades provisorias y tendenciales
al Reino de Dios, sino que también, y esto es lo que se hace menos
espontáneamente, señalar igualmente la realidad dependiente
y peregrina de la institución eclesial al Reino de Dios. No sólo
el ser del mundo es provisorio y sólo se entienden teológicamente
como realidades de una Iglesia peregrina a esa Iglesia celestial en la
cual lo único permanente y definitorio es la caridad.
Quisiera señalar un último aspecto que por ser tan fundamental
se omite. Ser laico comporta un carisma que en cuanto está ligado
a una misión designa un ministerio como lo señalan los obispos
franceses15.
Este ministerio se inserta en el de toda la Iglesia como el Concilio Vaticano
II repetidamente enseña, que es de servicio al mundo. A toda la
Iglesia le concierne este ministerio al mundo como misión fundamental.
En el cumplimiento de su ministerio, empero, los laicos no son los suplentes
de la jerarquía, sino que su función específica y
propia determina una referencia básica del ministerio jerárquico
al laicado. Los pastores son los servidores del pueblo de Dios y no a la
inversa. Esta lógica y ordenación fundamental de los ministerios
en la Iglesia que determina el servicio a la humanidad debe hacerse presente
no sólo insistiendo en la misión que le corresponde al laico
en el mundo actual, sino en la de servicio que le corresponde a la jerarquía
con respecto al laico. Este es un aspecto importante de considerar para
que el discurso que la jerarquía pueda hacer sobre el laicado se
vea libre de todo asomo de “servidumbre de vanidad” (Rom. 8, 19-21) y resplandezca
como prolongación del servicio que el Señor Jesús
presta hoy a la humanidad toda. 1
Cf. Carta de Clemente Romano a los Corintios, 40, 6, Clemente de Alejandría:
Stromata, 3, 12, 90-91; 5,6,33; Poedagogus, 3, 10, 83, 2; Orígenes:
In Jerem. Homilía; 11,3; Carta de Clemente a Santiago, 5,5.
3
Cf. I. Congar, Jalones para una teología del laicado.Barcelona 1961,
pp. 29 y ss.
4
Al respecto resulta ilustrativa la distribución de la capilla imperial
de Carlomagno en Aquisgrán.
5
La cita es dada por E. Schillebeeckx en su artículo “El seglar en
la Iglesia”, recopilado en La misión de la Iglesia, Salamanca 1971,
p. 141.
6
E. N.,20
7
Existen numerosas publicaciones que cumplen con este propósito.
Para una visión de conjunto remito a Max Séller, “Teología
del laicado”, en Mysterium Salutis. Manual de Teología como historia
de la salvación, IV/2. La Iglesia, Madrid 1975, pp.383-409. Mucho
es lo que se escribe sobre el laicado en los años posteriores al
Concilio Vaticano II, pero pocos son los trabajos que hacen reales aportes.
Entre éstos está el sugerente artículo de B Forte,
“Laicado”, en Diccionario Teológico interdisciplinar III, Salamanca
1982, pp. 252-269, y el excelente trabajo de Fernando Retamal, La igualdad
fundamental de los fieles en la Iglesia según la Constitución
Dogmática “Lumen Gentium” (Anales de la Facultad de Teología.
Vol. XXX, c. Único), Santiago, 1980.
8
Es preciso, en todo caso, señalar que el texto conciliar prosigue
inmediatamente de modo positivo: “es decir, los fieles, que, en cuanto
incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos
partícipes a su modo, de la función sacerdotal, profética
y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión
de todo el pueblo cristiano, en la parte que a ellos corresponde”. Sobre
el concepto de laico del Concilio Vaticano II, ver H. Heimerl, “Diversos
conceptos de laico en la Constitución sobre la Iglesia del Vaticano
II”, en Concilium 1966, pp. 451-461 y el trabajo anteriormente referido
de F. Retamal, pp. 161-206.
9
Nos referimos al documento del Sínodo de los Obispos de 1985 Vocación
y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, veinte años
después del Concilio Vaticano II, Lineamenta.
10
Lineamenta 9
11
Lineamenta 22
12
Lineamenta 23 y 24
13
Lineamenta 23.
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En
la jornada de reflexión realizada el sábado 13 de julio de
2002 en el Centro Marie Esther de la Florida, Juan Noemi hizo su presentación
basada en el presente artículo.
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