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Me proponen tratar sobre "la reformulación de nuestra fe: nuevos
símbolos, rituales, liturgias, lenguajes". La reformulación
de la fe supone algo que va más allá de los símbolos,
rituales, liturgias y lenguajes, todo ello recluido en el campo del simbolismo.
Pues la expresión de la fe está también y más
aún en la vida cotidiana, en la práctica moral y política.
Habría quizá que reformularlo todo...
Como el tiempo es breve y tengo forzosamente que escoger, voy a centrarme
en el aspecto ritual, puesto que el rito condensa en sí todos los
registros simbólicos, del gesto, la palabra, el espacio y el tiempo,
la reflexión y el sentimiento. Y la fe, en el fondo, no es sino
un enfoque ritual de la vida.
Así, pues, nos preguntamos: ¿Nuevos ritos? Pero antes
habría que entender qué es un rito y para qué sirve.
En el comportamiento de los animales no existen propiamente rituales.
No hay ritos en la naturaleza, por mucho que haya conductas estereotipadas,
genéticamente determinadas por el genoma de cada especie, en algunos
casos incluso con un umbral limitado de aprendizaje individual. Sería
un error confundir instinto con rito.
El comportamiento ritual resulta de la aparición y despliegue
de la cultura, requiere la intervención del pensamiento simbólico:
por lo que es algo específica y exclusivamente humano. Esto significa,
además, que no hay ritos individuales, ya que en esto lo social
precede a lo individual, como la lengua al hablante. Todos los ritos son
creaciones o configuraciones socioculturales, minuciosamente codificadas,
compartidas, que se transmiten, que engruesan una tradición.
Un rito es un tipo de acción en la que el carácter simbólico
predomina sobre el empírico o utilitario, y que es significativa
para los que poseen el código simbólico de su actuación.
En general, los ritos llevan a cabo una operación de mediación,
de puente que salva un abismo, un obstáculo, una contradicción,
a través de los símbolos. Pone en comunicación, conduce
a otro estado, obtiene un resultado: aunque sea en un plano imaginario
y no real y empírico. Esto no supone que la acción ritual
no incida en la realidad empírica, pues siempre cumple, aunque sea
implícitamente, una función con respecto a ella. La función
de mediación o superación alude con frecuencia a las relaciones
problemáticas entre el individuo y la sociedad, la humanidad y la
divinidad, el presente y el futuro, la mortalidad y otra vida, la finitud
temporal y la eternidad o el eterno retorno, etcétera, siempre aspectos
cruciales de la vida de los humanos.
Lo simbólico e imaginario tiene repercusiones en lo real, y a
la inversa: la vida práctica tiende a expresarse o a compensarse
mediante acciones ritualizadas. Pero se trata de una interrelación
sinuosa, cargada de ambigüedades, inestable en su significación
social y psíquica. Al cambiar las condiciones sociales o históricas,
un mismo rito puede deslizar su significado hasta decir lo contrario del
significado original. Por ejemplo, una misa de campaña seguida de
la bendición de la tropa y el armamento que sale para la guerra
constituye obviamente un simulacro perverso de la última cena de
Jesús.
Por eso no basta con analizar la estructura interna del simbolismo ritual,
si bien esto es necesario para despejar los mecanismos de su significación.
Hay que preguntarse por las relaciones contextuales, a fin de interpretar
más adecuadamente su sentido efectivo. La principal es, sin duda,
la
clave pragmática (sin la que el significado se escamotea
en la falsa claridad del idealismo). Y lo pragmático de un ritual
estriba en la clase de socialidad y de mentalidad que fomenta, pues parece
innegable que su actuantes lo vinculan siempre (sean conscientes, o no)
con unas prácticas sociales reales y una visión del mundo.
La verdad social del rito yace en las posiciones sociopolíticas
que refuerza.
Es difícil que un rito llegue a congelar su ambigüedad hasta
volverse neutro socialmente, como si se desconectara de lo que pasa, ya
sea por la vía de una extrema hieratización esotérica,
o bien por la de una folclorización que lo convierte en espectáculo
turístico exotérico. Tal neutralidad nunca es más
que aparente, pues de hecho la pretendida indiferencia viene a reforzar
la estabilidad del sistema vigente.
Cuando los ritos manifiestan una incidencia más activa, cabe
recurrir a un criterio de valoración de las acciones rituales, consistente
en examinar la contribución efectiva de su núcleo semántico
(significado mítico) y de su efecto sociológico (función
histórica). En resumidas cuentas, encontraremos una doble polaridad
posible, que no elimina siempre la ambivalencia: Hay ritos que sirven a
la separación, la división, la exclusión, la destrucción
civil. Y hay ritos que favorecen la asociación, la unión
inclusiva, la construcción de un ámbito de convivencia mayor.
Un ejemplo muy sencillo: La bandera constitucional española ostenta
como significado y referente la propia Constitución democrática
que ampara los derechos de todos los ciudadanos. En este contexto político,
exhibir una bandera de la Segunda República, ajena a la constitución
vigente, equivale a introducir un factor simbólico de división
o enfrentamiento social.
Entre los rituales disociadores, que escenifican o nutren comportamientos
destructivos (a veces autodestructivos) o excluyentes de otros (asocian
para excluir), se encuentran, con diferentes grados de elaboración,
los ceremoniales de afirmación racista, étnica y nacionalista,
todas las simbólicas sectarias, las fiestas con drogas, alcoholismo
y tabaquismo, las inmolaciones terroristas, algunos espectáculos
violentos, incluso la guerra de agresión, la conducción temeraria
o la dominación sexual -arrogancias del propio poder que desprecia
la vida ajena-. Aquí, la experiencia de unión y participación
inherente a todo rito sacraliza al endogrupo o a sí mismo y execra
a los demás; absolutiza una configuración hipervalorada o
un rasgo arbitrariamente privilegiado, que se supone patrimonio exclusivo,
del que despoja completamente a los otros, hasta llegar a considerarlos
como fuera de la humanidad (y, por ende, carentes de derechos y, en última
instancia, legítimamente extorsionables o eliminables).
Por el contrario, los ritos asociativos y abiertos a la inclusión
llevan a participar en experiencias de participación en común
de lo que se tiene en común y de lo que se pretende alcanzar conjuntamente.
Presentan en su articulación mecanismos de incorporación
libre, relativizando las diferencias, superando las discriminaciones, realzando
la voluntad de compartir y apoyarse mutuamente. Los hallamos en las religiones
universalistas, en las fiestas de las grandes civilizaciones, en los intercambios
simbólicos de alcance internacional, interreligioso, pluricultural
o transcultural, multilateral, global. En buena medida, este tipo de ritos
verdaderamente universales está tan poco desarrollado como la mundialidad
política, cultural y mental, todavía excesivamente fragmentada,
balcanizada, particularista, insolidaria, anémica. ¿Cuáles
serán los nuevos ritos de la humanidad reconciliada consigo misma
y con la biosfera terrestre?
Quizá se inventen, como todos se inventaron en algún momento.
Quizá se universalicen aquellos ya existentes que sean susceptibles
de cumplir una función integradora, unificadora, ya sea por apertura
de la ritualidad a la participación de otros, ya sea por apropiación
generalizada de tales o cuales formas rituales. Serán bienvenidos
todos aquellos que hagan que cualquier ser humano se piense y se sienta
y actúe como miembro de la comunidad humana, partícipe de
la cultura humana, portador y actor de la identidad humana, miembro de
una especie viva, nacida en este planeta.
Para despejar el camino a la expansión de ritos humanizadores,
tan necesarios ante el panorama de un mundo balcanizado y enfrentado, está
en nuestra mano la experimentación, la renovación de ritos
tradicionales y la criba de la crítica y la autocrítica,
que restrinjan las patologías a las que propenden los estereotipos
rituales: el formulismo, el folclorismo, el liturgismo, el teatralismo,
el espontaneísmo.
Serán positivas las acciones simbólicas llevadas a cabo
con palabras, gestos y objetos que evoquen una mayor humanidad, que atraigan
la participación abierta en lo común, en la construcción
de un futuro compartido. Serán menos interesantes los ritos de pertenencia
exclusiva, restringidos a la celebración de una comunidad parcial.
Habrá que denostar aquellos que insuflan la ideología, acaso
irracional o dogmática, de un colectivo peculiar, hasta anular la
libertad de pensamiento individual; o aquéllos que operan un escamoteo
simbólico de las injusticias, bajo una apariencia de superación
de las desigualdades finalmente ilusoria.
Lo más nuevo que cabe observar es lo que se puede llamar ritomanía
identitaria. El capillismo religioso, político, deportivo, lingüístico,
de edad, sexo o profesión, recupera, reactiva o engendra ritualizaciones
que encierran a los fieles al calor de la grey de roce inmediato, en detrimento
de los sentimientos de pertenencia más abierta e inclusiva. Y la
cerrazón no tiene que ver necesariamente con que sea un número
reducido. El día del tótem étnico o la romería
del Rocío movilizan a cientos de miles de fervorosos cumplidores
del rito.
Los tatuajes, aretes, pinchos, pelajes y tonsuras con que se enjaeza
hoy mucha gente joven de ambos sexos, eran antiguamente medios de poner
la marca del dueño al ganado o de identificar a los esclavos; sin
embargo, se han puesto de moda como acciones rituales que responden a una
mitología de idealización de la marginalidad, si es que no
de la canalla, aunque por lo general reduzcan luego su función a
ser un sacrosanto rito de pertenencia a una pandilla de amiguetes y un
reclamo de reconocimiento dirigido a los colegas. La referencia a la propiedad
del amo es suplida ahora por la referencia al gueto, más o menos
informal, al que el marcado se adscribe, estableciendo una frontera imaginaria
con respecto a la sociedad de que, sin embargo, sigue dependiendo para
vivir. No parece ser el estilo ritual más recomendable, si pensamos
en integrar una sociedad mundo.
La etnomanía, esa devoción por la sagrada identidad
cultural, convertida en santo grial de las sociedades que no quieren ser
como las demás, presenta formas tradicionales antiguas y otras recién
inventadas, coincidentes en aplicar un mecanismo de exclusión, que
puede adoptar infinitas variantes. Gozan de abolengo, por ejemplo, las
proscripciones rituales de determinados alimentos o bebidas: Como el tabú
hindú de consumir carne de vaca, la porcofobia común a judíos
y musulmanes, la prohibición de bebidas alcohólicas. En todo
esto, el rito penetra hasta la alimentación cotidiana. La sacralización
de la sangre, como pura o como impura, conduce a los fieles al rechazo
de las transfusiones (en el caso de los Testigos de Jehová) o a
la obligación de comer carnes halal, es decir, supuestamente
puras, por haber sacrificado a los animales según la técnica
ritual mandada por la doctrina muslim.
En dirección opuesta va el levantamiento de las prohibiciones
y tabúes, que abre las puertas a la inclusión de cuantos
lo deseen, sin imponerles tradiciones extrañas. Constituiría
una buena ilustración de esto último aquel episodio que cuentan
los Hechos de los apóstoles (10,9-20), en el que Pedro, alojado
en casa de Simón el curtidor, en la ciudad de Jafa, tiene una visión,
cifrada en el código alimentario: Baja del cielo un enorme mantel
con toda clase de animales y una voz le manda comer sin distinción.
Él se excusa arguyendo que nunca ha probado alimento profano o impuro.
La voz vuelve a sonar diciendo "Lo que Dios declara puro tú no lo
tengas por impuso". Entonces Pedro se pregunta por el significado de la
visión. La conclusión que se desprende es no sólo
que le es lícito comer de todo, sino que debe acoger a todos en
la comunidad, incluidos los extranjeros, como el centurión Cornelio,
que en aquel momento llegaba llamando a su puerta. Así, se rechaza
el criterio diferencialista de la tradición excluyente y segregadora,
y, al ampliarse el espacio de la alimentación sin restricciones,
se está indicando simbólicamente que el espacio del reinado
de Dios se abre a toda la humanidad; es decir, quedan abolidas ya las religiones
étnicas y puesta en entredicho toda religión que divida a
los humanos.
Si hay que reformular algo, debe ser con esta orientación fundamental:
adoptar y adaptar símbolos que levanten las barreras, que relativicen
las diferencias, que nieguen las desigualdades, que asocien, unan, hermanen,
solidaricen, que destaquen la unidad básica, lo que todos tenemos
en común, la igualdad de derechos. Todo lo que divide dimana de
la simbólica del mal. Frente a ella, hay que cultivar un pensamiento
simbólico, mítico, mágico, religioso y filosófico
que asocie: que nos haga sensibles a nuestra pertenencia a espacios más
grandes (nuestra especie biológica, la biosfera terrestre, el cosmos)
y a tiempos de más larga duración (las diversas historias
que confluyen en nuestra cultura, los procesos de mundialización,
el futuro común al que estamos abocados). No otra cosa significa
la universalidad concreta y evolutiva, en cuya construcción ha de
jugar un papel decisivo la fe -como apuesta- en su posibilidad. Los lenguajes
y ritos que la expresen, anticipando simbólicamente su realización,
deberán hacer balance crítico del pasado y de toda tradición,
a fin de que no quedemos atrapados bajo el dominio de los muertos, porque,
si bien hay que salvar la memoria necesaria para la vida, será liberador
relegar al olvido el peso muerto de las reiteraciones obsesivas que estorban
el camino hacia una futura civilización planetaria.
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