Es probable que no sea nada adecuado hablar
de Dios en términos de libertad. Y menos pensar que alguien se la
haya podido arrebatar. Y sin embargo, en las palabras del título
hay un significado que se puede explicar y que dice mucho de los problemas
culturales de los humanos, que adquieren demasiadas veces, si no siempre,
dimensiones políticas. Hace muchos años, probablemente por
el año 1968 o 1969, un joven vasco escribió un pequeño
ensayo que titulaba
Eskaldunen Jainkoa hil behar dugu; en español,
Tenemos
que matar al Dios de los euskaldunes, de los vascos. El autor pensaba
que la lengua y la cultura vascas estaban demasiado vinculadas a una determinada
fe religiosa. Creía que para que el euskera y la cultura vasca pudieran
modernizarse y prepararse para poder sobrevivir en el mundo moderno, debían
romper con una tradición que equiparaba lo vasco, su lengua específica
y su cultura, al mundo rural, a una especie de Arcadia feliz -la inventada
por Sabino Arana-, cuya última legitimación venía
dada por un Dios cuya voluntad había querido que todo ello fuera
así, y por eso lo legitimaba y lo sacralizaba.
Era preciso -no se olvide la referencia temporal: finales de la
década de los sesenta del siglo recientemente pasado-, romper el
esquema que igualaba el ser vasco con el ser creyente, con el euskaldun
fededun. La sociedad vasca, mejor dicho, la parte de la sociedad vasca
cuyo imaginario estaba sustancialmente construido en torno a la lengua
específica, al nacionalismo tradicional y a la fe católica,
tenía que romper algunas de esas ataduras estructurales para poder
prepararse a luchar por su supervivencia en las condiciones de la modernidad.
No interesa tanto, por lo menos no para quien firma estas líneas,
analizar ahora cómo se produjo la sustitución de la fe católica
por una ideologización de carácter totalitario en torno a
unos dogmas marxistas, en combinación con otros dogmas nacionalistas,
sobre el eje de los movimientos de liberación nacional. Lo que más
interesa es recordar que en el citado pequeño ensayo su autor no
se limitaba a una crítica cultural y social, sino que argumentaba
desde algunos supuestos teológicos afirmando que lo que él
proponía implicaba una concepción más digna de Dios;
una concepción liberada de la obligación de legitimar y sacralizar
con su nombre lo que no eran más que apuestas humanas limitadas,
parciales, históricas, contingentes y no exentas, antes al contrario,
de intereses económicos.
El teólogo a quien citaba era José María
González Ruiz, y de la lectura de sus obras extraía la necesidad
de liberar a Dios de obligaciones impuestas por los hombres en beneficio
de los propios intereses de éstos. Se trataba de devolver a Dios
su libertad, o quizá mejor dicho, su dignidad. Algo comprensible
en la tradición de la teología de un Karl Barth, en cuya
opinión la religión es siempre producto de la concupiscencia
humana, por lo que el Dios que surge de ella está siempre preso
de las necesidades humanas, frente al Dios de Jesús, que es pura
revelación y pura gracia.
Recuerdo este pequeño ensayo de hace muchos años
porque quizá hoy, ante la forma de actuar de la jerarquía
eclesiástica española, tenemos que volver a argumentar teológicamente
en el sentido de pedirles a los señores obispos que devuelvan a
Dios su libertad, aquella que alcanzó definitivamente en la muerte
de Jesús en la Cruz. Dios no se presta a la legitimación
de una forma cultural determinada. Dios no es el argumento de determinados
valores culturales. Dios no sacraliza formas de cultura temporales, contingentes,
interesadas. Todo ello es magia, manipulación indebida de Dios,
tomar el nombre de Dios en vano.
Dicen que el Antiguo Testamento no conoce más que un pecado,
el pecado de idolatría. Y también se puede afirmar que el
único pecado que conoce Jesús es el pecado contra el Espíritu,
que es el mismo que el pecado de idolatría véterotestamenario.
Y éste no es otro que el de crearse un Dios a su medida, que los
hombres elijan a Dios, creándolo a su imagen y semejanza y de la
cultura que quieren consolidar por medio de él, en lugar de ser
elegidos por él. Dios, el Dios de Abraham, de Aseas, de Cejaba y
de Jesús no legitima ninguna identidad, ni individual ni colectiva.
No puede ser colocado al servicio de ninguna de ellas. Dios es juicio y
salvación, gracia, para cada una de ellas y para todas.
Llama poderosamente la atención que el discurso de los
prelados esté impregnado de términos como el de derecho:
derecho a la elección de centro, derecho de los padres a elegir
educación religiosa para sus hijos, derecho de la Iglesia a elegir
a los profesores de religión. Y sorprende que términos como
el de gracia, servicio, oferta de salvación no aparezcan casi por
ninguna parte.
De la misma forma que el Dios de Jesús invalida cualquier
política basada en la identidad -toda política basada en
la identidad es una política que busca reforzar el sentimiento de
seguridad de los humanos involucrados en esa identidad colectiva, y la
búsqueda de seguridad es la idolatría del Antiguo Testamento
y es el significado teológico de la muerte de Jesús en la
Cruz, el abandono por parte del Padre, el que el Padre no le confirme en
su identidad de Mesías-, también invalida cualquier política
dirigida a la defensa de intereses, que humanamente pueden ser legítimos,
pero que no dejan de ser eso, intereses humanos, parciales y contingentes,
y no siempre los intereses de los más débiles en la sociedad.
Por supuesto que todo lo anterior se puede aplicar también
a aquellos que sustituyen la posesión de la verdad divina que cree
tener la jerarquía eclesiástica por el dogma de que un mundo
sin Dios y una escuela laica por definición, que no aconfesional,
son mejores, más libres, más humanos. Los prelados católicos
podrían argumentar diciendo que la cultura moderna todavía
tiene pendiente el trabajo de reequilibrar su aspiración de autonomía
con la heteronomía que ha creído necesario rechazar para
liberarse: si existe una heteronomía alienante para los humanos,
y si esa heteronomía ha sido en la tradición europea religiosa,
cristiana y católica, no es menos cierto que existe una autonomía
que puede conducir, y de hecho ha conducido al solipsismo, al autismo y
a la incapacidad de comunicación a los humanos modernos.
Pero el reequilibrio, cuya necesidad podría argumentar
el cristianismo, no puede renunciar al desarrollo de la autonomía:
debe ser, como lo plantea tan inteligente y claramente Emmanuel Lévinas,
la recuperación de la heteronomía como una que no hiere ni
pone en peligro la autonomía, sino que la fortalece y la consolida,
ofreciéndole la posibilidad de transcenderse a sí misma en
el Otro.
Si algo debiera dirigir la proclamación de los prelados
católicos -y que me perdonen el atrevimiento- es entender que en
la muerte de Cruz de Jesús Dios ofrece e impulsa a los hombres a
su propia autonomía, a asumir su propia responsabilidad. Dios se
retira de los asuntos humanos en cuanto divinidad que lo decide todo, se
oculta como divinidad todopoderosa y omnisciente en la oscuridad del Viernes
Santo, para que los humanos asuman sus responsabilidades. Y les ofrece,
desde esa ocultación y desde esa ausencia la posibilidad de la gracia,
que es todo menos imposición, derecho y obligación -San Pablo
dice que la Ley termina condenando al hombre, y que sólo Jesús
le ofrece la gracia de la salvación-.
Es un espectáculo bastante bochornoso y preocupante, para
quienes poseen alguna preocupación cristiana, aunque no se atrevan
a considerarse como cristianos seguros, contemplar a la Iglesia española
implicada en batallas políticas cuya legitimidad teológica
es bastante endeble. Lo cual no significa que la Iglesia no pueda ofrecer,
desde la humildad y desde la conciencia de la necesaria aconfesionalidad
del Estado como garantía de libertad, la presencia en la sociedad
de una manera de entender los valores que pueden ayudar a construir un
proyecto de vida, y también en ese ámbito tan importante
para la educación en valores como es la escuela. Como servicio,
no como administración continua de una ortodoxia de doctrina y de
una ortopraxis de vida de los encargados de materializar esa oferta.