Crisis de la
religión, auge del nacionalismo
La
sacralización de lo político culmina cuando los nacionalismos se
convierten en
religiones seculares y utilizan las instancias religiosas
Diario de
Sevilla, 20 de octubre 2017
JUAN ANTONIO ESTRADA
Catedrático
Emérito de Filosofía de la Universidad de
Granada
No
conocemos sociedades sin algún tipo de religión. La pregunta por Dios
recorre
la historia humana y está vinculada a la búsqueda de sentido, a la
necesidad de
trascender lo inmediato y preguntar por la vida y la muerte, por el
bien y el
mal, por lo que es importante y lo que no lo es. Preguntarse y darse un
proyecto de vida es una necesidad constitutiva. No basta con vivir y
dejarse
llevar por la sociedad, sino que toda persona necesita un plan de vida
que le
merezca la pena, que le dé sentido. Este ha sido contexto en el que las
religiones han sido importantes.
Pero
hoy vivimos dos situaciones nuevas y convergentes. Por un lado, la
llamada
"muerte de Dios" en las sociedades occidentales: el deterioro
creciente de la fe en Dios, la crisis de las iglesias y la pérdida de
influencia de los valores religiosos en la sociedad. Junto a esto ha
surgido la
sociedad del consumo, que ha canalizado los deseos y búsquedas de las
personas
en la acumulación de bienes materiales. El problema está en que lo
"sagrado"
no puede faltar en ninguna sociedad. No basta la abundancia material,
necesitamos algo más que dé sentido a nuestra vida, metas y objetivos
por los
que luchar y vivir. El mundo desencantado necesita trascendencias y
absolutos,
no podemos vivir sin ellos. Si las Iglesias y las religiones no
responden
adecuadamente a esa exigencia, otras instancias las sustituyen.
La
crisis de lo religioso es una de las causas del auge de los
nacionalismos y
viceversa. La patria, la nación y el Estado son las realidades
sagradas, que
ocupan el lugar vacío que van dejando las religiones. El "choque de
civilizaciones" (Huntington) tiene raíces religiosas y nacionales al
mismo
tiempo. La religión se politiza, la política se sacraliza, y el
nacionalismo
deviene una corriente con connotaciones religiosas. La sacralización de
lo
político culmina cuando los nacionalismos se convierten en religiones
seculares
y utilizan las instancias religiosas. Esto se dio en la España de la
Guerra
Civil y en el franquismo, y no ha desaparecido. La crisis religiosa en
el país
vasco favoreció la sacralización de la patria vasca como sustituto y
algunos
clérigos asumieron el protagonismo en la fusión entre lo religioso y lo
político. Ahora surge también en una Cataluña muy secularizada y con
gran fervor
nacionalista, como nuevo ejemplo de religiosidad secular. Siempre está
vigente
el potencial del nacional catolicismo, adormilado pero omnipresente y
que
resurge ahora como españolismo reactivo y agresivo. Hoy no es la
religión la
que se impone, sino el nacionalismo y si hay que elegir entre las
exigencias de
la fe religiosa y las de instaurar la identidad nacional, se opta por
la
segunda. Es más fácil criticar al papa, al obispo y la propia iglesia,
que
criticar al líder del partido, a este mismo y a la propia patria.
De
luchar y morir por Dios, se pasa a hacerlo por la patria. No se trata
de tener
una mera preferencia racional por una ideología política, sino de un
sentimiento global, de una opción pasional que genera correligionarios
y que
hace de los otros enemigos. La emocionalidad se contagia y se impone,
bloqueando el poder desacralizador de la razón. Marx afirmaba que la
crítica de
la religión era la primera, pero había que seguirla con otras,
incluyendo la
nación y el Estado. Ha ocurrido al revés: la sustitución del credo
religioso
por otro secularizado, o lo
que
es peor, la fusión de ambos que exige luchar por Dios y por la patria.
Dios es
de los nuestros y está con nuestra causa política, compite con otros
poderes y
deviene así una divinidad nacional. La tentación de la religión es
engancharse
al credo político, para sobrevivir y seguir influyendo. La Iglesia en
lugar de
ser instancia crítica, que cuestiona desde el evangelio a toda sociedad
y
defiende al más débil, se alinea con una de las partes en la lucha
política y
renuncia a tender puentes contra los odios y la violencia. El
componente
emocional, se impone y ya no valen argumentos ni razones.
Consecuentemente
subsisten los resentimientos, los deseos de venganza y la conciencia de
fractura con los otros. Ya no se puede convivir con el que no tiene la
misma
opción política y se anula la democracia (vivir y expresarse con
libertad en
una sociedad plural) en favor de una identidad nacional sacralizada y
maniquea
(conmigo o contra mí). Incluso se aceptan previsibles consecuencias
negativas
porque se decide desde la pasión. Se actualiza lo que simboliza el
cuadro de
Goya sobre las dos Españas a garrotazos, que paradójicamente muestra lo
hondamente española que es la población catalana.
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