La
verdad y mentira de la Semana Santa
JUAN ANTONIO
ESTRADA Si hay algo que define a la
Semana Santa andaluza es la cruz, incluso más
que la última cena, aunque Jueves y Viernes
Santo forman una unidad temática, teológica e histórica. Lo que comenzó el Jueves culmina en
el Viernes Santo, y la cruz arroja su perspectiva sobre todo lo que
ocurrió antes. Se puede hablar del cristianismo como una religión trágica, ya que hace de un crucificado el centro de la revelación
de Dios. Es el final de una época, la de la religión
del poder, que busca en el omnipotente milagros y mercedes. Los
representantes de la religión se lo recuerdan a Jesús: si eres el mesías, mucho más si
pretendes ser hijo de Dios, baja de la
cruz y creeremos en ti. Si no lo haces eres un blasfemo, castigado por Dios, porque
Él bendice a los que le obedecen y aplasta a los que le ofenden. Su muerte sólo puede entenderse desde dos posturas
teológicas: o bien es un pecador, al
que Dios castiga; o hay que cambiar la
imagen de Dios. Porque la cruz, si Jesús le fue fiel, muestra la debilidad de Dios,
que no se impone a la libertad
del hombre, que permite
impotente el mal en la historia,
y que no puede ser el Señor providente que la controla. Por eso, Jesús era inaceptable para la religión y la sociedad judías.
La vida de Jesús, sus luchas, sus
valores y opciones le acarrearon la muerte. Fue más profeta que mesías, porque no vino a traer el triunfo que
esperaba el pueblo, sino a ponerse de parte de los pobres, de
los marginados sociales, de los
extranjeros y de los pecadores. No anunciaba
el Dios omnipotente, sino al misericordioso, que se compadece del sufrimiento
y llama a luchar contra el mal. Jesús quiso
cambiar la sociedad y la religión, para construir en ella el reinado
divino. Había que ayudar a Dios, para que su señorío se
impusiera
en ella. Dios necesita colaboradores para luchar contra el mal humano. Y eso suponía
esperanza, fraternidad y buena noticia para
las víctimas de la sociedad,
para los empobrecidos y para los enfermos, de cuerpo y de espíritu. En un mundo irredento, Dios no abandona a los últimos. Jesús subordinaba las leyes
de la religión a las necesidades
humanas,
y desplazaba el
culto y las prácticas religiosas en
función de los valores éticos y la solidaridad con los oprimidos. Los valores
por los que luchó Jesús son humanos y divinos, porque el amor a
Dios pasa por
el del prójimo. Ni la religión
ni la sociedad soportaron ese planteamiento
y se aliaron para acabar con él. Eso es lo que celebramos el
Jueves y Viernes Santo. El anuncio posterior de la resurrección fue la confirmación de que Dios estuvo con él en
su muerte, porque Jesús había estado
con Dios en su vida. Por eso cambia también
la imagen de Dios, de la religión y del mismo Jesús.
El pueblo andaluz acompaña a los crucificados y a las dolorosas, y se identifica con ellos. Pero no se puede olvidar la vida y la lucha de Jesús, porque entonces se vacía de significado la cruz. Hay que acompañarlo desde la identificación con los crucificados de hoy: con los refugiados que huyen de la guerra y no encuentran asilo; con los inmigrantes que se escapan de la miseria y se agolpan en las fronteras, como la de Melilla; con los millones de parados, que apenas reciben ayudas en una sociedad marcada por la corrupción de muchos que tienen poder e influencias; con los que viven de pensiones miserables y con tantos jóvenes sin esperanza cuando han terminado sus estudios. La cruz no es una realidad del pasado, sino un símbolo de un presente que interpela a los cristianos. La indiferencia, el conformismo, la apoliticidad del que se desentiende de la sociedad y de los más pobres fueron objeto de la crítica de Jesús y siguen siendo las tentaciones del cristiano de hoy. Una religión que se refugia en el ámbito privado y no compromete a sus miembros con las lacras de la sociedad no puede ser cristiana, aunque mantenga los nombres y símbolos que la identifican como tal.La emotividad y la empatía
con los Cristos y Vírgenes de
nuestras procesiones, carece de hondura y de verdad cuando no corresponde a los valores por los que se crucificó
a Jesús. Por eso hay nazarenos que son ateos, y no tanto porque no practiquen
ninguna religión, sino porque la han reducido a un mero culto
formalista, a una escenificación en las calles de nuestras ciudades, que no corresponde a lo que
viven y practican en la vida
cotidiana. La
mera religión del templo es la que mató a Cristo y persigue a sus seguidores. Estos tienen que cargar con la cruz, la propia y la de las
víctimas, para que de verdad
puedan llamarse sus discípulos. El culto sin vida
está muerto, aunque sea una bella representación estética, una religiosidad espectacular y callejera, y una escenificación que atraiga a los
turistas.
Diario de Sevilla
OPINIÓN. LA TRIBUNA. 24/3/2016
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