La mezquita de Córdoba y el nuevo
anticlericalismo
MARTÍN CASTILLA
Nuestros
héroes residen en la ciudad de los califas y pretenden reescribir la historia
de la antigua mezquita. Han creado una plataforma con el objetivo de despojar a
la Iglesia católica de la propiedad de la catedral de Córdoba, para dársela “a
los ciudadanos” (suponemos que quieren decir al Estado).
No voy a
entrar aquí a discutir los argumentos falaces que esgrimen, amplificados
vergonzosamente por cierta prensa. Las supuestas razones y las medias verdades
están desnudas para cualquiera suficientemente informado. Me limitaré a exponer unas pocas consideraciones personales sobre la deriva de este atípico
caso.
Ahora plantean
un órdago al obispo y el cabildo de Córdoba, pero ha estado precedido por una
campaña persistente. Por ejemplo, recordemos cómo, en abril de 2010,
organizaron una agresión simbólica contra la paz entre las religiones, cuando
intentaron forzar el rezo musulmán de la azalá en el interior de la catedral.
Es lamentable
que, por lo que declara, la Junta de Andalucía entre al trapo y parezca apoyar
el desatino, acaso para no desairar a su socio de gobierno, si es que no por la
situación moribunda en que se encuentra su proyecto político.
Es también
lamentable que una serie de personajes emblemáticos, frecuentadores de los
medios, hayan dado su firma, probablemente por adhesión gregaria a los amigos y
sin haberse parado a analizar el asunto y sus posibles consecuencias.
Por muchas
firmas que hayan recogido, gracias a Internet, haciendo pasar por ladrones a
quienes llevan ocho siglos de pacífica
posesión del inmueble
y como dueños legítimos de él, ciento cincuenta mil no significan nada. Ni ciento
cincuenta millones harían otra cosa que agigantar el disparate.
Sorprende que,
a pesar de tanta “memoria histórica”, parezcan incapaces de recordar un hecho
incontrovertible: de quién ha sido y a qué ha estado
destinado el complejo
de la antigua mezquita, luego
catedral desde el año 1236.
Se diría que,
en ausencia de política digna de tal nombre, los promotores se entregan a un
militantismo ciego, seguidos por progresistas de oficio, sin duda con buena voluntad,
y por grupos cristianos de base, que, mezclando
política y religión, incurren en un clericalismo de izquierda, aún peor que el
de signo opuesto atribuido a los obispos.
Por desgracia,
las consecuencias negativas empiezan a verse ya: están sembrando la división
social en Córdoba y en Andalucía, una vez más a propósito de la Iglesia. Y es
de temer que, en reacción a lo que es percibido como un ataque a su religión,
no poca gente incline sus preferencias políticas en tal sentido que el
resultado práctico, al final, habrá sido contribuir a la llegada de la derecha
al gobierno de la Junta de Andalucía.
¿Que falta
hacía utilizar la religión como arma política, si lo que deseamos es un Estado
laico? ¿Qué falta hace resucitar el viejo anticlericalismo, tan tremendamente
funesto en la historia de España? ¿No da la impresión de cobardía esa proclama
de expropiación, precisamente ahora que parece haberse levantado la veda contra
la institución religiosa? ¿Por qué no son más coherentes con su izquierdismo
agónico y reclaman, por ejemplo, la nacionalización de la banca en beneficio de
los ciudadanos?
El pensamiento utópico
propende a ilusiones que casi siempre se materializan en actuaciones
socialmente destructivas.
No tenemos necesidad de profetas, que denuncian y denuncian, pero llevan la
cabeza vacía de soluciones realistas. Lo que necesitamos son mejores políticos
y ciudadanos más responsables. A estos no los veréis tratando de reescribir
partidistamente la historia.
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