¡Abolid la ley del
celibato!
HANS KÜNG 13/03/2010
Abuso
sexual masivo de niños y adolescentes por parte de clérigos católicos
desde Estados Unidos hasta Alemania, pasando por Irlanda: se trata de
una enorme pérdida de imagen por parte de la Iglesia católica, pero
también es una revelación de la profunda crisis por la que atraviesa.
En
la Conferencia Episcopal Alemana, su presidente, el arzobispo de
Friburgo Robert Zollitsch, primero se pronunció públicamente. Que
calificara los casos de abuso como "crímenes atroces" y, más tarde, la
Conferencia Episcopal pidiera perdón a todas las víctimas en su
declaración del 25 de febrero fueron primeros pasos para superar la
crisis, pero tiene que haber más. La postura de Zollitsch demuestra,
evidentemente, una serie de consideraciones erróneas que han de ser
corregidas.
Primera afirmación: el abuso
sexual por parte de clérigos no tiene nada que ver con el celibato.
¡Protesto! Es indiscutible, sin duda, que este tipo de abusos ocurre
también en familias, colegios, asociaciones y también en iglesias en
las que no rige la ley del celibato. ¿Pero por qué de manera masiva en
la Iglesia católica, dirigida por célibes?
Evidentemente, el
celibato no es la única razón que explica estos errores. Pero es la
expresión estructural más importante de una postura tensa de la Iglesia
católica respecto a la sexualidad, que se refleja también en el tema de
los anticonceptivos.
Sin embargo un vistazo al Nuevo
Testamento
muestra que Jesús y san Pablo vivieron ejemplarmente sus respectivas
solterías para volcarse en su servicio a la humanidad, pero dejando a
cada cual plena libertad respecto a esta cuestión.
En lo que al
Evangelio se refiere, la soltería sólo puede comprenderse como una
vocación adoptada libremente (una cuestión de carisma) y no como una
ley vinculante general. San Pablo se oponía rotundamente a los que, ya
entonces, defendían la opinión de que "bueno es para el hombre no tocar
mujer": "No obstante, por razón de las inmoralidades, que cada uno
tenga su propia mujer, y cada una tenga su propio marido" (1 Corintios,
7, 1-14). Según el Nuevo Testamento en la primera carta a Timoteo "el
obispo debe ser hombre de una (¡y no ninguna!) sola mujer" (3, 2).
San
Pedro y el resto de los apóstoles estaban casados. Para obispos y
presbíteros esto quedó, durante siglos, como algo que se daba por
supuesto e incluso prevaleció hasta el día de hoy, al menos para los
sacerdotes, tanto en oriente para las iglesias unidas a
Roma, como en toda la ortodoxia. Sin embargo, la ley romana
del
celibato contradice el Evangelio y la antigua tradición católica.
Merece ser abolida.
Segunda afirmación: es "totalmente
erróneo" achacar
los casos de abuso a fallos en el sistema de la Iglesia.
¡Protesto! La ley del celibato no existía aún en el primer milenio. En
el siglo XI, en Occidente, esta ley se impuso por influencia de monjes
(que viven en celibato por decisión propia) y, sobre todo, del papa
Gregorio VII de Canosa, en contra de la clara oposición del clero
italiano y más todavía del alemán, donde sólo tres obispos se
atrevieron a promulgar el decreto. Miles de sacerdotes protestaron
contra la nueva ley.
En un memorial, el clero alemán alegaba:
"¿Acaso el Papa no conoce la palabra de Dios: 'El que pueda con esto,
que lo haga' (Mateo 19, 12)?". En esta única declaración sobre la
soltería, Jesús aboga por optar libremente por este modo de vida.
De
esta manera, la ley del celibato -junto con el absolutismo papal y el
clericalismo forzado- se convierte en uno de los pilares fundamentales
del "sistema romano". Al contrario que en la Iglesia oriental, el
celibato del clero occidental parece sobre todo distinguirse del pueblo
cristiano por su soltería: un dominante estado social propio
fundamentalmente superior al estado laico, pero totalmente subordinado
al Papa de Roma.
El celibato obligatorio es el principal
motivo
de la catastrófica carencia de sacerdotes, de la trascendente
negligencia de la celebración de la Eucaristía y, en muchos lugares,
del colapso de la asistencia espiritual personal. Esto se disimula con
la fusión de parroquias en "unidades de asistencia espiritual" con
sacerdotes totalmente sobrecargados. ¿Pero cuál sería la mejor
promoción de una nueva generación de sacerdotes? La abolición de la ley
del celibato, raíz de todo mal, y la admisión de mujeres en la
ordenación. Los obispos lo saben, pero no tienen valor para decirlo.
Tercera afirmación: los obispos han
asumido
suficiente responsabilidad.
Que ahora se tomen serias medidas
de ilustración y prevención es, evidentemente, bienvenido.
¿Pero
no son acaso los propios obispos quienes tienen la responsabilidad de
todas estas decenas de años de encubrimiento de abusos que, a menudo,
sólo conllevaban el traslado de los delincuentes con la más absoluta
discreción? ¿Son por lo tanto los mismos antiguos encubridores ahora
fidedignos esclarecedores, o acaso no deberían incorporarse comisiones
independientes?
Hasta ahora, ningún obispo ha confesado
su
complicidad. Sin embargo, podría aducir que se limitaba a cumplir las
instrucciones de Roma.
Por motivos de secretismo absoluto, la
discreta Congregación de la Fe del Vaticano se atribuyó en realidad
todos los casos importantes de delitos sexuales por parte de clérigos,
y fue así como esos casos de los años 1981 a 2005 llegaron a la mesa
del prefecto cardenal Ratzinger. Éste envió, el mismo 18 de mayo de
2001, a todos los obispos del mundo, una ceremonial epístola sobre los
graves delitos (Epistula de delictis gravioribus)
en la que todos los casos quedaban clasificados como "secreto
pontíficio" (secretum pontificium),
cuya violación está penada con el castigo eclesiástico. Entonces, ¿no
podría esperar la Iglesia, además, en un gesto de compañerismo para con
los obispos, un mea culpa del Papa? Y este gesto
debería ir
unido a una reparación en virtud de la cual la ley del celibato, sobre
la que estaba prohibido discutir en el Segundo Concilio Vaticano,
pudiese ser examinada abierta y libremente en la Iglesia.
Con la
misma franqueza con la que, por fin, se están superando los mismos
casos de abuso, debería discutirse también uno de sus orígenes
estructurales más profundos, la ley del celibato.
Los obispos deberían proponérselo al papa
Benito XVI con
insistencia, y sin ningún miedo.
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