A LAS
COMUNIDADES CRISTIANAS
POPULARES DE EUSKADI
Cuatro
preguntas a los cristianos
vascos nacionalistas
Le dice Pilato: --¿Qué es
la verdad?
Juan 18,38
No deja de suscitar enorme interés el incipiente
debate entre
cristianos de base, considerados comprometidos, progresistas y de
izquierda,
en torno a las opciones teóricas y prácticas que conducen
a asumir diversas posturas con respecto al nacionalismo y sus
planteamientos
políticos concretos y actuales, y específicamente con respecto
al problema vasco. Durante el último año, este debate ha
saltado a las páginas de publicaciones como Utopía,
Alandar,
Herria
2000 Eliza, Cristianisme i Justícia, y también
a algunos sitios de Internet. Se comprueba, en seguida, hasta qué
punto las posiciones defendidas resultan encontradas y llegan a hacer
casi
imposible el diálogo.
Al reflexionar sobre esa evidente falta de
entendimiento mutuo, se trasluce
que existe un problema muy grave de comprensión de la realidad y
de la verdad del discurso, que nos desafía a unos y otros como seres
humanos pensantes, como ciudadanos y como cristianos. Sería erróneo
achacarlo a falta de información o a desconocimiento de la realidad
vasca por parte de quienes son críticos frente al nacionalismo.
Se trata más bien de falta de clarificación en los enfoques
teóricos, en las opciones éticas y en los usos del lenguaje.
¿Cómo llamar a las cosas por su nombre, de manera
que
se alcance un significado comúnmente aceptable, a fin de poder
comunicar
sin ambigüedad lo que uno ve y lograr hacerse comprender por los otros?
Bien cierto es que, en el contexto en que se vive en al País Vasco,
sin duda resulta difícil tomar distancia crítica, al ser
tan grande la presión social y la polarización política.
Pero los demás tampoco estamos fuera de la problemática;
nos concierne y con frecuencia nos preocupa el papel de los cristianos
en ella. Por eso nos sentimos llamados a participar en el debate.
Ante el choque de ideologías y de interpretaciones
contradictorias,
que recuerda el relato bíblico de la torre de Babel, surge la pregunta
de saber si es posible salvar alguna verdad compartida por todos, sobre
la que asentar una sociedad abierta y sin exclusiones. Porque, a todas
luces, hoy, en el País Vasco no cabe la solución babélica,
de dispersarse unos en una dirección y otros en otra. Y, crudamente
dicho, el extremo de acabar matándose unos a otros no parece que
deba llamarse, en absoluto, solución. La tarea es muy ardua. Habría
que entrar en un análisis del contenido semántico y pragmático
de las palabras más utilizadas: qué se está diciendo
de hecho cuando se dice «conflicto», «paz», «diálogo»,
«construcción nacional», «democracia», «pueblo
vasco», «autodeterminación», «libertad»,
etcétera. En una búsqueda interesada por la verdad, habría
que deslindar el sentido mitológico e ideológico en contraste
con los efectos práctico-sociales que tal mito y tal ideología
propician o provocan. No es el momento de entrar aquí y ahora en
este análisis, que por lo demás ya se ha iniciado en la propia
sociedad. Pero al menos tiene sentido, sin ánimo de polemizar, proponer
varias cuestiones muy básicas.
Una primera cuestión sería si es verdad,
honradamente
hablando, que se da un nacionalismo étnico y que éste se
sustenta en buena medida en una visión racista. Es de suponer que
son conocidas las tesis de la doctrina de Sabino Arana Goiri, ideología
fundacional del nacionalismo vasco. Si hace tiempo la derecha española
se desmarcó del franquismo, si el Partido Comunista de España
se desdijo del leninismo y el Partido Socialista renunció al marxismo,
no tenemos noticia de que ninguna organización nacionalista haya
rechazado el aranismo, ideología declaradamente racista y en vigor
políticamente hasta hoy (véanse las publicaciones y las respectivas
páginas en Internet). Los cristianos de base, que están en
contra del racismo, tienen ahí una buena ocasión para hacer
una denuncia profética, en una situación realmente comprometida
y esclarecedora.
Otra cuestión podría ser si es verdad que se está
promoviendo la privación de derechos para una parte de la población
vasca. Si se está bien informado del proyecto en marcha a partir
del pacto de Estella/Lizarra, proyecto llamado «soberanista»,
es notorio que, entre otras iniciativas, se propone crear un censo de
los
«verdaderos» ciudadanos vascos, para lo que están expidiendo
un documento de identidad peculiar. Por poco que uno entienda de
política,
se ve con nitidez (y si no, léanse los documentos donde los partidos
nacionalistas exponen su estrategia) que, mediante la dinámica del
«censo vasco», lo que se prepara no es otra cosa que una especie
de «ley de extranjería», o mejor de extranjerización,
destinada a privar de sus derechos políticos a un importante porcentaje
de los ciudadanos vascos de la sociedad vasca real y actual. De modo
que
a los que no comulguen con el ideal nacionalista se les consideraría
jurídicamente «como los alemanes en Ibiza», en palabras
del presidente del PNV. Ante esto, a los cristianos vascos que
protestan
contra la ley de extranjería se les presenta otra ocasión
para una denuncia pública contra la discriminación y la exclusión
por motivos ideológicos, para una defensa de la tolerancia, el
pluralismo
político y la igualdad de derechos para toda la población
de Euskadi.
Una tercera cuestión estriba en si es verdad sin
paliativos que
hay una organización clandestina que asesina, extorsiona y amedrenta
en nombre del nacionalismo y, por tanto, también en nombre de los
cristianos vascos nacionalistas. Hay constancia de que éstos han
rechazado «la violencia» muchas veces. Pero, dado que el terrorismo
no cesa y que, lamentablemente, en algunas publicaciones de la Iglesia
popular, no faltan textos que justifican el ejercicio del terror
etarra,
como método político legítimo, es pertinente proponer
un desafío más a la capacidad profética. Si los cristianos
de base están en contra de toda violencia y a favor los derechos
de las personas, ¿no deberían hacer una denuncia pública
condenando los asesinatos de ETA y la estrategia de terror y odio que
los
inspira, tal como hizo el pasado día 11 de marzo el papa Juan Pablo
II, en Roma?
Finalmente surge la pregunta de si es o no un
hecho verídico
que no ha habido terrorismo de Estado, desde hace quince años, y
que, desde entonces, todas las personas asesinadas las ha causado ETA.
Puesto que es un principio básico cristiano el estar de parte de
las víctimas, que son las personas asesinadas y también las
personas amenazadas, las gentes que quedan en una situación de enorme
desvalimiento, este valor evangélico debería movilizar aún
más a toda la Iglesia vasca, para actuar en defensa de las víctimas,
preparando los caminos de la reconciliación y el perdón,
yendo más allá de la reciente carta pastoral de los obispos
vascos, del 19 de abril, que reclama con toda nitidez la inviolabilidad
de la vida y la libertad, y los derechos básicos de todos los
individuos
y de todos los grupos de la sociedad.
La respuesta a estas preguntas no se puede eludir
con el tópico
ciego de que unos apoyan a un nacionalismo y otros apoyan a otro. Lo
que
se está apoyando es o bien un modelo político que sólo
defiende los derechos de una parte de la población, o bien otro
modelo que garantiza los derechos de todos los ciudadanos. Y ambos
modelos
no pueden valorarse por igual, ni ética ni políticamente,
ni tampoco evangélicamente.
Por eso, se vuelve cada día más plausible que no
basta
con la condena de la violencia política y el terrorismo. Parece
razonable pensar si no habrá que cuestionar el propio proyecto
nacionalista,
cuando éste se promueve en sociedades complejas y pluralistas, en
la medida en que niega el hecho de las diferencias internas, al
pretender
imponer su modelo uniforme de "identidad" cultural y nacional (y a
veces
étnica). Decir esto no es "satanizar" ni "criminalizar" el
nacionalismo,
como acusan automáticamente algunos. Es tan sólo señalar
que existe una oposición intrínseca irresuelta entre nacionalismo
y pluralismo, entre nacionalismo y democracia, entre nacionalismo y
humanismo,
y, en fin, entre nacionalismo excluyente y cristianismo universalista.
Pensamos que hay verdades incontestables, por
muchos matices que admitan,
que no deberían tergiversarse ante ninguna clase de intereses
estratégicos,
salvo que haya complicidad con el engaño ideológico y el
doble lenguaje. Habría que ser radicales: Si creer en Euskal Herria
exige pagarse con el precio de la destrucción de la convivencia
posible en Euskadi, o tan sólo con el asesinato de una sola persona,
más valdría declararse ateo de toda utopía identitaria
absoluta y de cualquier patria convertida en ídolo acreedor de
sacrificios
humanos.
Pocos mejor que los grupos cristianos de base
estarán en condiciones
de contribuir a desactivar la dinámica de confrontación que
desgarra internamente, cada día más, a la sociedad vasca.
El primer paso ha de ser, más acá de cualquier imaginario
colectivo, despertar el sentido de la realidad concreta y aceptar lo
evidente:
que, en el País Vasco como en tantas partes, en el seno de la misma
sociedad y del mismo pueblo hay personas y grupos diferentes, y que
deben
reconocerse como diferentes para poder convivir.
Es comprensible el dilema y la crisis que se
plantea, cuando uno ha
sido educado en la visión nacionalista, formando sus ideas y
sentimientos
en ella, de buena fe, moldeando así la legítima necesidad
de arraigo y de "identidad" cultural, pero luego descubre ahí un
trasfondo de racismo, xenofobia, discriminación por motivos ideológicos
y justificación de la violencia política contra el disidente.
¿Qué hacer entonces? Siempre cabe la posibilidad de hacer
un ajuste de cuentas intelectual, moral y político con esa formación
del espíritu que ha transmitido un fundamentalismo encubierto, usando
un lenguaje ambiguo. Hace años, a muchos cristianos formados en
el nacionalcatolicismo les pasó algo muy parecido, al llegar la
renovación del concilio Vaticano II (y desde entonces no son peores
sino mejores cristianos). Y aún les hizo falta más tiempo
para que alcanzaran a ver con claridad lo que hoy resulta
irrenunciable:
para un cristiano de nuestros días, es un deber primordial apostar
por el pluralismo social, cultural, político y religioso, por el
marco democrático que garantiza esa sociedad abierta, única
en la que están a salvo las libertades y los derechos de todos y,
por tanto, la libertad del pueblo.
Pascua de Resurrección de 2001
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