DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR
CICLO "C" Salmo responsorial: Salmo 117 Segunda lectura: Colosenses 3, 1-4 EVANGELIO Juan 20, 1-9 20 1El primer día de
la semana, por la mañana temprano, todavía en tinieblas fue María Magdalena al
sepulcro y vio la losa quitada. 2Fue entonces corriendo a ver a
Simón Pedro y también al otro discípulo, el predilecto de Jesús, y les dijo: -Se han llevado al Señor del
sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto. 3Salió entonces Pedro
y también el otro discípulo y se dirigieron al sepulcro. 4Corrían
los dos juntos, pero el otro discípulo se adelantó, corriendo más de prisa que
Pedro, y llegó primero al sepulcro. 5Asomándose vio puestos los
lienzos; sin embargo, no entró. 6Llegó también Simón Pedro
siguiéndolo, entró en el sepulcro y contempló los lienzos puestos, 7y
el sudario, que había cubierto su cabeza, no puesto con los lienzos, sino
aparte, envolviendo determinado lugar. 8Entonces, al fin, entró
también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, vio y
creyó. 9Es que aún no habían entendido aquel pasaje donde se dice que tenía que resucitar de la muerte.
COMENTARIOS Cansado de
sufrir, casi resignado a su suerte, nuestro pueblo se ha fijado en la pasión y
muerte de Jesús de Nazaret. Su dolor y marginación, su vejación y postración de
siglos se han proyectado religiosamente en la imagen del nazareno, varón de
dolores, y de su madre, María. Los artistas han ido captando en los pasos de
Semana Santa, uno a uno, todos los fotogramas de la película de los últimos
días del profeta galileo, plasmándolos en tallas e imágenes de las más variadas
escuelas escultóricas de los últimos siglos. El Cristo de
la borriquita, de la oración del huerto, del prendimiento, de la sentencia,
amarrado a la columna, con la cruz a cuestas, caído, coronado de espinas... El
Cristo que se encuentra con su madre, crucificado en el Calvario, de la buena
muerte, descendido de la cruz, sepultado... Cristo de la expiación, de la
clemencia, de la humildad y paciencia, de la misericordia, de la gracia y
perdón. También María, su madre, su fiel compañera, María de la esperanza, de
gracia y amparo, de la merced, de la piedad, del amor, del silencio, de la
paz... Maria de los desamparados, de la amargura, de los dolores, de las
lágrimas en su desamparo, del mayor dolor en su soledad, de la Madre de Dios en
sus tristezas... De los pasos
procesionales que tiene la Semana Santa, muy pocos son los que recuerdan el
desenlace subversivo de tan trágico triduo sagrado, que el apóstol Pedro
anunció así a los israelitas: «Rechazasteis al santo, al justo, y pedisteis el
indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó;
nosotros somos testigos (Hch 3,14-15). Parece como
si nuestro pueblo, vejado durante siglos, se hubiera identificado casi en
exclusiva con tanto padecimiento y, armado de paciencia, se hubiera resignado a
vivir zarandeado por los poderosos de la tierra que injustamente lo han oprimido.
Al final o al principio, poco importa, este sentimiento, esta compasión se han
hecho liturgia en la calle, rezo y fiesta, celebración del dolor compartido. Poca atención
ha merecido en las procesiones de Semana Santa la Resurrección de Jesús. Sin
embargo, el domingo de Resurrección presenta al creyente una rara utopía, el
sueño dorado y frustrado de tanta marginación, la subversión de tantos derechos
humanos pisoteados, el grito de victoria de un pueblo que no se deja vencer,
que sabe llevar airosamente la cruz de sus dolores, pero que espera, cada día
con más fuerza, ver la luz, la libertad, el gozo, la alegría. Es una pena
que toda esta celebración de Pascua de Resurrección se haya quedado encerrada
en los templos, expresada en una hierática y fría liturgia que deja poco margen
a la fiesta. En este día,
los cristianos tendríamos que salir a las calles a gritar que es posible la
vida, y otra vida, y otro mundo, sin tantas injusticias y desigualdades.
Tendríamos que denunciar a todos los que, desde alguna de las gradas del poder,
nos llevan a diario a la marginación, al paro, a la pobreza, a la dominación.
Como los apóstoles, deberíamos denunciar el suplicio, la tortura, la muerte de
todos aquellos que, injustamente, van cayendo a nuestro lado cada día, víctimas
de un sistema que da vida a pocos y muerte a los más. Habría que entonar un no
nos vencerán' dedicado a quienes manejan los hilos de nuestra historia y
disponen de nuestro futuro. Tanto dolor no puede ser baldío ni tanta lucha
sofocada. Y todo esto equivaldría a gritar con palabras de hoy el mensaje de
siempre: que ese Cristo doloroso con el que se identifica nuestro pueblo no
acabó en la muerte y en la tumba. Ninguna tumba
puede encerrar tanto amor, tanta lucha, tanta ilusión, tanta fuerza, tanta
vida. Tras tanto padecer, como Jesús, también a nuestro pueblo le espera la
vida, ¿lo creemos?
La muerte de Jesús no entraba, como tal muerte, dentro del plan de
Dios; pero era seguro que llegaría, al mantener Jesús con firmeza su compromiso
de amor. Pero el amor es siempre la derrota de la muerte y la victoria la vida.
Murió por amor, y el amor lo devolvió a la vida. Decir esto en un mundo de
muerte sigue siendo subversivo, pero, por eso, necesario.
El primer día de la semana,
por la mañana temprano, todavía en tinieblas, fue María Magdalena al sepulcro y
vio la losa quitada del sepulcro. Fue entonces corriendo a ver a Simón Pedro y
también al otro discípulo a quien quería Jesús y les dijo: -Se han llevado al Señor del
sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto. Ante el
anuncio de María reaccionan dos discípulos: Pedro, el que había negado a Jesús
porque en el fondo creía que la muerte es más fuerte que el amor Jn
18,16.25-27), y el que había entrado con Jesús en la sala del juicio y lo había
acompañado hasta la misma cruz Jn 18,15; 19,26), dispuesto a dar la vida, por
amor, con él. Allí, al pie de la cruz, fue testigo de que cuando la vida se
entrega por amor es fuente de más y más vida. Por eso, al llegar al sepulcro,
sólo él supo interpretar los signos que tenían ante sí y sólo creyó él. María tardó
muy poco -lo cuenta el evangelio en el párrafo siguiente (20,1l-18)-en
descubrir vivo a Jesús. María Magdalena y el discípulo amado son, en el
evangelio de Juan, figuras simbólicas del amor de Jesús -ternura y compromiso-
que da fruto en la comunidad cristiana; ellos son figura de la comunidad que ha
recibido y aceptado el amor de Jesús, amor que están dispuestos a poner en
práctica. Y porque están identificados con su amor, lo buscan y lo encuentran vivo. Pedro tardó
un poco más. Entra el primero y ve antes que nadie que el sepulcro está
vacío...; vio, pero no creyó. Porque no había aceptado todavía ni la fuerza
revolucionaria del amor ni la revolución que nace de esa fuerza. El, preocupado
de conseguir el poder y de aumentar el prestigio
de su santa religión, tardó un poco más en acoger sin condiciones el mensaje
de Jesús. Entonces sí: aceptó el amor sin límites a la humanidad y decidió
seguir a Jesús y comprometiéndose a ser, como él, pastor dispuesto a dar la
vida por las ovejas, compromiso que lo llevaría a manifestar, también él, con
una muerte por amor, la gloria de Dios Jn 21,15-19).
¿No sabéis que una pizca de
levadura fermenta toda la masa? Haced buena limpieza de la levadura del pasado
para ser una masa nueva. (Segunda
lectura) En esta nueva
etapa continuará el conflicto entre el amor y la muerte, pero desde ahora con
la certeza de que la victoria se iría logrando. Aunque no sin resistencias, que
persisten hasta el presente: el odio y la arrogancia del poder todavía son
fuertes, el imperio aún se opone al designio de Dios, que quiere la libertad
para los hombres y para los pueblos; todavía hay algún imperio que busca la
alianza del altar para poner también a Dios a su servicio, mientras obliga a
que se rece en las escuelas, dispone la muerte de los que están del lado de los
pobres, y todavía hay algún altar que acepta con gusto la alianza con el
imperio. Todavía queda mucha levadura (en este párrafo de Pablo la levadura
simboliza todo lo que hay que abandonar para poder ser cristiano) por barrer
para que este mundo llegue a «ser una masa nueva». En el momento presente no
son el amor y la vida los valores en los que se funda la convivencia entre los
hombres. Sigue siendo el dinero, el fanatismo, la adulación al poder
imperial..., la muerte. La muerte voluntaria de aquellos que renuncian a amar
para aparentar que siguen viviendo, y la muerte violenta de los que, para que
otros vivan, se juegan la vida y momentáneamente la pierden. Por eso no
podemos soltar la escoba. No podemos bajar la guardia. Hoy, domingo
de resurrección, proclamamos la victoria de la vida; pero cuidado!, que
defender la vida sigue siendo, ya en los umbrales del siglo XXI, subversivo. Y,
además, para algunos, pasado de moda. No hay más que oír lo que dicen y ver lo
que hacen- algunos que fueron progres cuando estaba de moda -¡y cuando parecía
que el viento del poder soplaba en esa dirección!- serlo. Pero si queremos dar
testimonio de que a Dios no se le puede atribuir la muerte, sino la vida, si
creemos que el amor vencerá, que está venciendo a pesar de las apariencias, si
seguimos creyendo en la resurrección. .., no podemos abandonar. ¡Aunque nos
llamen subversivos! ¿Es que acaso no lo somos?
III Comienza ahora el nuevo ciclo: el de la creación nueva y la Pascua
definitiva. Prescinde Juan del dato cronológico exacto, para subrayar que el
tiempo mesiánico sigue inmediatamente a la muerte de Jesús. «El último día» de
la cruz viene presentado ahora como el
primer día (v.1), que abre el tiempo nuevo. Por la mañana temprano indica un momento en que ya hay luz
(18,28); dato inconciliable con todavía
en tinieblas; pero en Juan la tiniebla
designa la ideología contraria a la verdad de la vida (1,5; 3,19; 6,17;
12,35). María va al sepulcro creyendo que la muerte ha triunfado; espera
encontrar el cadáver de Jesús, alusión a la esposa del Cantar de los cantares (3,1): "lo busqué
y no lo encontré". La losa puesta habría sido el sello de la muerte
definitiva, pero la historia de Jesús no se ha cerrado. -Se han llevado al Señor del
sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto. María se alarma y avisa a los dos discípulos por separado; la muerte
de Jesús ha provocado la dispersión (16,32). Conclusión de lo que ha visto: se
han llevado al Señor. No entiende lo que era señal de vida (el sepulcro
abierto); para ella, el Señor, muerto, está á merced de lo que quieran hacer
con él. El plural no sabemos muestra
a la comunidad desorientada. Correr juntos indica la
común adhesión a Jesús. Pero hay una diferencia entre los que corren: el amigo
de Jesús se adelanta a Pedro. Las dos veces que hasta ahora Pedro y el
discípulo predilecto han aparecido juntos (13,23-25; 18,l5ss), Juan ha dado la
ventaja al segundo. Corre más de prisa el que ha sido testigo del fruto de la
cruz (19,35). Pedro no concibe aún la muerte como muestra de amor y fuente de
vida (12,24). El discípulo ve puestos los lienzos , como sábanas en el lecho
nupcial; ya no atan a Jesús (19,40). Distingue la señal de la vida, pero no la
comprende. Deberían deducir que Jesús se ha marchado solo (cf. 11,44, de
Lázaro: «Desatadlo y dejadlo que se marche»), pero no conciben que la vida
pueda vencer a la muerte. El discípulo no entra en el sepulcro; va a ceder el paso a Pedro.
Después de las negaciones de éste (18,15-17.25), es un gesto de aceptación y
reconciliación. Pedro sigue al otro
discípulo: el que es amigo de Jesús marca el camino. Ve también los lienzos puestos; descubre, además, el sudario, símbolo de muerte (11,44, de
Lázaro), pero colocado aparte: envolviendo
determinado lugar. La expresión es extraña, indicando un segundo sentido.
«El lugar» denota en Juan el templo de Jerusalén (4,20; 5,13; 11,48) o, por
contraste, el lugar donde se encuentra Jesús, nuevo santuario (6,10.23; 10,40,
etc.). Aquí este «lugar», separado del que es propio de Jesús, designa el
templo. Al matar a Jesús han intentado suprimir la presencia de Dios; con ello
han condenado su propio templo a la destrucción (cf. 2,19). La muerte, vencida
por Jesús, amenaza sin remedio a la institución que lo condenó. No hay reacción
de Pedro ante los signos. Insiste Juan en la deferencia del otro discípulo (v. 8: el que había
llegado antes), que muestra una actitud de amor como la de Jesús. Al ver las señales,
comprende: la muerte no ha interrumpido la vida, simbolizada por el lecho
nupcial preparado. Ahora cree y ve así la gloria / amor de Dios (11,40), que da
vida definitiva. Nuevo contraste entre los dos discípulos: sólo cree el
segundo. Juan se refiere al pasaje de Is 26,19-21 (9), al que aludía en 16,16:
«Dentro de poco dejaréis de verme, pero un poco más tarde me veréis», y en el
que decía el profeta: «Resucitarán los muertos ... el Señor va a salir de su
morada». No sabían que se ha producido el nacimiento del Hombre (16,21). Para este
domingo de Pascua nos ofrece la liturgia como primera lectura uno de los
discursos de Pedro una vez transformado por la fuerza de Pentecostés: aquél que
pronunció en casa del centurión Cornelio, a propósito del consumo de alimentos
puros e impuros, lo que estaba en íntima relación con el tema del anuncio del
Evangelio a los no judíos y de su ingreso a la naciente comunidad cristiana. El
discurso de Pedro es un resumen de la proclamación típica del Evangelio que
contiene los elementos esenciales de la historia de la salvación y de las
promesas de Dios cumplidas en Jesús. Pedro y los demás apóstoles predican la
muerte de Jesús a manos de los judíos, pero también su resurrección por obra
del Padre, porque “Dios estaba con él”. De modo que la muerte y resurrección de
Jesús son la vía de acceso de todos los hombres y mujeres, judíos y no judíos,
a la gran familia surgida de la fe en su persona como Hijo y Enviado de Dios, y
como Salvador universal; una familia donde no hay exclusiones de ningún tipo. Ese
es uno de los principales signos de la resurrección de Jesús y el medio más
efectivo para comprobar al mundo que él se mantiene vivo en la comunidad. Una
comunidad, un pueblo, una sociedad donde hay excluidos o marginados, donde el
rigor de las leyes divide y aparta a unos de otros, es la antítesis del efecto
primordial de la Resurrección; y en mucho mayor medida si se trata de una
comunidad o de un pueblo que dice llamarse cristiano. El evangelio
de Juan nos presenta a María Magdalena madrugando para ir al sepulcro de Jesús.
“Todavía estaba oscuro”, subraya el evangelista. Es preciso tener en cuenta ese
detalle, porque a Juan le gusta jugar con esos símbolos en contraste:
luz-tinieblas, mundo-espíritu, verdad-falsedad, etc. María, pues, permanece
todavía a oscuras; no ha experimentado aún la realidad de la Resurrección. Al
ver que la piedra con que habían tapado el sepulcro se halla corrida, no entra,
como lo hacen las mujeres en el relato lucano, sino que se devuelve para buscar
a Pedro y al “otro discípulo”. Ella permanece sometida todavía a la figura
masculina; su reacción natural es dejar que sean ellos quienes vean y
comprueben, y que luego digan ellos mismos qué fue lo que vieron. Este es otro
contraste con el relato lucano. Pero incluso entre Pedro y el otro discípulo al
que el Señor “quería mucho”, existe en el relato de Juan un cierto rezago de
relación jerárquica: pese a que el “otro discípulo” corrió más, debía ser
Pedro, el de mayor edad, quien entrase primero a mirar. Y en efecto, en la tumba
sólo están las vendas y el sudario; el cuerpo de Jesús ha desaparecido. Viendo
esto creyeron, entendieron que la Escritura decía que él tenía que resucitar, y
partieron a comunicar tan trascendental noticia a los demás discípulos. La
estructura simbólica del relato queda perfectamente construida. La acción
transformadora más palpable de la resurrección de Jesús fue a partir de
entonces su capacidad de transformar el interior de los discípulos -antes
disgregados, egoístas, divididos y atemorizados- para volver a convocarlos o
reunirlos en torno a la causa del Evangelio y llenarlos de su espíritu de
perdón. La pequeña
comunidad de los discípulos no sólo había sido disuelta por el
«ajusticiamiento» de Jesús, sino también por el miedo a sus enemigos y por la inseguridad
que deja en un grupo la traición de uno de sus integrantes. Los corazones
de todos estaban heridos. A la hora de la verdad, todos eran dignos de
reproche: nadie había entendido correctamente la propuesta del Maestro. Por
eso, quien no lo había traicionado lo había abandonado a su suerte. Y si todos
eran dignos de reproche, todos estaban necesitados de perdón. Volver a dar
cohesión a la comunidad de seguidores, darles unidad interna en el perdón
mutuo, en la solidaridad, en la fraternidad y en la igualdad, era humanamente
un imposible. Sin embargo, la presencia y la fuerza interior del «Resucitado»
lo logró. Cuando los
discípulos de esta primera comunidad sienten interiormente esta presencia
transformadora de Jesús, y cuando la comunican, es cuando realmente
experimentan su resurrección. Y es entonces cuando ya les sobran todas las
pruebas exteriores de la misma. El contenido simbólico de los relatos del
Resucitado actuante que presentan a la comunidad, revela el proceso renovador
que opera el Resucitado en el interior de las personas y del grupo. Magnífico
ejemplo de lo que el efecto de la Resurrección puede producir también hoy entre
nosotros, en el ámbito personal y comunitario. La capacidad del perdón; de la
reconciliación con nosotros mismos, con Dios y con los demás; la capacidad de
reunificación; la de transformarse en proclamadores eficientes de la presencia
viva del Resucitado, puede operarse también entre nosotros como en aquel puñado
de hombres tristes, cobardes y desperdigados a quienes transformó el milagro de
la Resurrección.
B) Segundo
comentario: «El resucitado es el rucificado» Se suele
decir en teología que la resurrección de Jesús no es un hecho
"histórico", con lo cual se quiere decir no que sea un hecho irreal,
sino que su realidad está más allá de lo físico. La resurrección de Jesús no es
un hecho realmente registrable en la historia; nadie hubiera podido fotografiar
aquella resurrección. La resurrección de Jesús objeto de nuestra fe es más que
un fenómeno físico. De hecho, los evangelios no nos narran la resurrección:
nadie la vio. Los testimonios que nos aportan son de experiencias de creyentes
que, después, "sienten vivo" al resucitado, pero no son testimonios
del hecho mismo de la resurrección. La
resurrección de Jesús no tiene parecido alguno con la "reviviscencia"
de Lázaro. La de Jesús no consistió en la vuelta a esta vida, ni en la
reanimación de un cadáver (de hecho, en teoría, no repugnaría creer en la
resurrección de Jesús aunque hubiera quedado su cadáver entre nosotros, porque
el cuerpo resucitado no es, sin más, el cadáver). La resurrección (tanto la de
Jesús como la nuestra) no es una vuelta hacia atrás, sino un paso adelante, un
paso hacia otra forma de vida, la de Dios. Importa
recalcar este aspecto para darnos cuenta de que nuestra fe en la resurrección
no es la adhesión a un "mito", como ocurre en tantas religiones, que
tienen mitos de resurrección. Nuestra afirmación de la resurrección no tiene
por objeto un hecho físico sino una verdad de fe con un sentido muy profundo,
que es el que queremos desentrañar. Una primera
lectura de los Hechos de los Apóstoles suscita una cierta extrañeza: ¿por qué
la noticia de la resurrección suscitó la ira y la persecución por parte de los
judíos? Noticias de resurrecciones eran en aquel mundo religioso menos
infrecuentes y extrañas que entre nosotros. A nadie hubiera tenido que ofender
en principio la noticia de que alguien hubiera tenido la suerte de ser
resucitado por Dios. Sin embargo, la resurrección de Jesús fue recibida con una
agresividad extrema por parte de las autoridades judías. Hace pensar el fuerte
contraste con la situación actual: hoy día nadie se irrita al escuchar esa
noticia. ¿La resurrección de Jesús ahora suscita indiferencia? ¿Por qué esa
diferencia? ¿Será que no anunciamos la misma resurrección, o que no anunciamos
lo mismo en el anuncio de la resurrección de Jesús? Leyendo más
atentamente los Hechos de los Apóstoles ya se da uno cuenta de que el anuncio
mismo que hacían los apóstoles tenía un aire polémico: anunciaban la
resurrección "de ese Jesús a quien ustedes crucificaron". Es decir,
no anunciaban la resurrección en abstracto, como si la resurrección de Jesús
fuese simplemente la afirmación de la prolongación de la vida humana tras la
muerte. Tampoco estaban anunciando la resurrección de un alguien cualquiera,
como si lo que importara fuera simplemente que un ser humano, cualquiera que
fuese, había traspasado las puertas de la muerte. Los apóstoles
no anunciaban una resurrección muy concreta: la de aquel hombre llamado Jesús,
a quien las autoridades civiles y religiosas habían rechazado, excomulgado y
condenado. Cuando Jesús
fue atacado por las autoridades, se encontró solo. Sus discípulos lo
abandonaron, y Dios mismo guardó silencio, como si estuviera de acuerdo. Todo
pareció concluir con su crucifixión. Todos se dispersaron y quisieron olvidar. Pero ahí
ocurrió algo. Una experiencia nueva y poderosa se les impuso: sintieron que
estaba vivo. Les invadió una certeza extraña: que Dios sacaba la cara por
Jesús, y se empeñaba en reivindicar su nombre y su honra. "Jesús está vivo,
no pudieron hundirlo en la muerte. Dios lo ha resucitado, lo ha sentado a su
derecha misma, confirmando la veracidad y el valor de su vida, de su palabra,
de su Causa. Jesús tenía razón, y no la tenían los que lo expulsaron de este
mundo y despreciaron su Causa. Dios está de parte de Jesús, Dios respalda la
Causa del Crucificado. El Crucificado ha resucitado, !vive! Y esto era lo
que verdaderamente irritó a las autoridades judías: Jesús les irritó estando
vivo, y les irritó igualmente estando resucitado. También a ellas, lo que les
irritaba no era el hecho físico mismo de una resurrección, que un ser humano
muera o resucite; lo que no podían tolerar era pensar que la Causa de Jesús, su
proyecto, su utopía, que tan peligrosa habían considerado en vida de Jesús y
que ya creían enterrada, volviera a ponerse en pie, resucitara. Y no podían
aceptar que Dios estuviera sacando la cara por aquel crucificado condenado y
excomulgado. Ellos creían en otro Dios. Pero los
discípulos, que redescubrieron en Jesús el rostro de Dios (como Dios de Jesús)
comprendieron que Jesús era el Hijo, el Señor, la Verdad, el Camino, la Vida,
el Alfa, la Omega. La muerte no tenía ningún poder sobre él. Estaba vivo. Había
resucitado. Y no podían sino confesarlo y "seguirlo",
"persiguiendo su Causa", obedeciendo a Dios antes que a los hombres,
aunque costase la muerte. Creer en la
resurrección no era pues para ellos una afirmación de un hecho físico-histórico
que sucedió o no, ni una verdad teórica abstracta (la vida postmortal), sino la
afirmación contundente de la validez suprema de la Causa de Jesús, a la altura
misma de Dios (a la derecha del Padre), por la que es necesario vivir y luchar
hasta dar la vida. Creer en la
resurrección de Jesús es creer que su palabra, su proyecto y su Causa (!el
Reino!) expresan el valor fundamental de nuestra vida. Y si nuestra
fe reproduce realmente la fe de Jesús (su visión de la vida, su opción ante la
historia, su actitud ante los pobres y ante los poderes... será tan conflictiva
como lo fue en la predicación de los apóstoles o en la vida misma de Jesús. En cambio, si
la resurrección de Jesús la reducimos a un símbolo universal de vida
postmortal, o a la simple afirmación de la vida sobre la muerte, o a un hecho
físico-histórico que ocurrió hace veinte siglos... entonces esa resurrección
queda vaciada del contenido que tuvo en Jesús y ya no dice nada a nadie, ni
irrita a los poderes de este mundo, o incluso desmoviliza en el camino por la
Causa de Jesús. Lo importante
no es creer en Jesús, sino creer como Jesús. No es tener fe en Jesús, sino
tener la fe de Jesús: su actitud ante la historia, su opción por los pobres, su
propuesta, su lucha decidida, su Causa... Creer
lúcidamente en Jesús en esta América Latina, o en este Occidente llamado
"cristiano", donde la noticia de su resurrección ya no irrita a
tantos que invocan su nombre para justificar incluso las actitudes contrarias a
las que tuvo él, implica volver a descubrir al Jesús histórico y el sentido de
la fe en la resurrección. Creyendo con
esa fe de Jesús, las "cosas de arriba" y las de la tierra no son ya
dos direcciones opuestas, ni siquiera distintas. Las "cosas de
arriba" son la Tierra Nueva que está injertada ya aquí abajo. Hay que
hacerla nacer en el doloroso parto de la Historia, sabiendo que nunca será
fruto adecuado de nuestra planificación sino don gratuito de Aquel que viene.
Buscar "las cosas de arriba" no es esperar pasivamente que suene la
hora escatológica (que ya sonó en la resurrección de Jesús) sino hacer realidad
en nuestro mundo el Reinado del Resucitado y su Causa: Reino de Vida, de
Justicia, de Amor y de Paz. Por una
parte, el ambiente litúrgico es tal que permite al «orador sagrado» elaborar
libremente su discurso, sin temor a ser interrumpido, ni cuestionado ni
siquiera solicitado por sus oyentes para una explicación más amplia. Lo que él
diga, por muy abstracto, complicado o inverosímil que sea, va a ser aceptado
por los asistentes con una actitud de piadosa acogida, o al menos de silencio
respetuoso. No le va a ser necesario «justificar» lo que dice, ni explicarlo de
un modo exigente, porque en la celebración litúrgica a veces la palabra tiene
un valor ritual, al margen de su contenido real, razón por la que muchos
oyentes «se desconectan» mentalmente, pues están conscientes de no estar
recibiendo un mensaje interpelador real. Éste es un
gran peligro para todo agente de pastoral: la utilización de fórmulas fáciles,
abstractas, solemnes, que no evangelizan, porque no tratan de dar razón de la
fe y de hacerla inteligible –hasta donde se puede-, sino de cumplir un rito. Por otra
parte, el tema concreto de la resurrección es un tema que está sufriendo en los
últimos tiempos una profunda revisión. Algunos teólogos hablan de un «cambio de
paradigma»: no se trataría de cambios en detalles, sino de una comprensión
radicalmente nueva del conjunto. No hay que
olvidar que venimos de un tiempo en el que la Resurrección estaba ausente del
horizonte de comprensión de la salvación: ésta se jugaba el viernes santo, en
la muerte de Jesús; y ahí concluía el drama de nuestra salvación; la
resurrección era sólo un apéndice añadido, como para dejar buen sabor de boca.
Los mayores de entre nosotros pueden recordar que antes de la reforma de la
liturgia de la semana santa de Pío XII, la vigilia pascual había sido olvidada.
Los manuales de teología por su parte casi no la contemplaban (cfr por ejemplo,
la Sacrae Theologiae Summa, en 3 volúmenes, de la BAC, Madrid, 1956, que de sus
326 páginas dedica menos de una a la resurrección). El libro de F. X. DURWELL,
La resurrección de Jesús, misterio de salvación (Herder, Barcelona), fue el
libro clave de la renovación de la comprensión teológico-bíblica de la
resurrección a partir de los años 60. El Concilio Vaticano II restituyó el
misterio pascual en el centro de la liturgia. Y a partir de ahí, se puede decir
que hemos vivido de rentas, dejando el tema de la resurrección en el desván de
nuestras creencias intocadas, mientras nuestra cultura y nuestra antropología
han ido evolucionando sin detenerse… ¿No notamos el desajuste? Nos han
preocupado otros temas más «urgentes y prácticos». Nuestro pueblo sencillo (y
cuántos de nosotros) no sabría dar razón convincente ni convencida de lo que
cree acerca tanto de la resurrección de Jesús como de la nuestra. Respecto a la
de Jesús, la mayor parte de nosotros todavía piensa la resurrección de Jesús
como un hecho «físico milagroso». La fuerza imaginativa de las narraciones de
las apariciones es tan fuerte, que cuando las proclamamos en las lecturas
litúrgicas (o cuando nos referimos a ellas en las homilías) para la mayoría de
los cristianos pasan por literalmente históricas. El hecho físico histórico de
las apariciones, junto con el sepulcro vacío, la desaparición del cadáver de
Jesús, y el testimonio de los testigos privilegiados que lo «vieron» redivivo y
comieron con él… es tenido como la prueba máxima de la veracidad de nuestra fe.
La resurrección puede acabar siendo un mito anacrónico, momificado en las
vendas de conceptos o figuras que pertenecen a una cultura irremediablemente
pasada en aspectos fundamentales. Pero la teología actual representa un cambio
literalmente espectacular respecto a la teología de ayer mismo. Baste pensar
lo siguiente: «se ha eliminado todo rastro de concebir la resurrección como la
‘revivificación’ de un cadáver, se insiste en su carácter incluso no milagroso
y no histórico (en cuanto no empíricamente constatable), y son cada vez más los
teólogos –incluso moderados- que afirman que la fe en la resurrección no
depende de la permanencia o no del cadáver de Jesús en el sepulcro, cuando no
afirman expresamente tal permanencia. Y es de prever que la permanencia del
cadáver no tardará en ser opinión unánime» (Queiruga). «Hoy se toma
en serio el carácter trascendente, es decir, no mundano y no espacio-temporal
de la resurrección, por lo que resulta absurdo tomar a la letra datos o escenas
sólo posibles para una experiencia de tipo empírico: tocar con el dedo y
agarrar al resucitado, o imaginarle comiendo… son pinturas de innegable corte
mitológico, que hoy nos resultan sencillamente impensables. (Para la Ascensión
ya se ha asumido generalmente que, tomada a la letra, sería un puro absurdo).
No es que las apariciones sean verdad o mentira, sino que carece de sentido
hablar de la percepción empírica de una realidad trascendente. No se puede ver
al resucitado por la misma razón que no se puede ver a Dios, con quien se ha
identificado en comunión total y gloriosa. Si alguien dice que lo ha ‘visto’ o
‘tocado’ no tiene por qué mentir, pero habla de una experiencia subjetiva, como
cuando muchos santos dicen haber visto o tenido en sus brazos al Niño Jesús:
son sinceros, pero eso no es posible, sencillamente porque el ‘Niño Jesús’ no
existe» (Queiruga). No podemos
extendernos más. Sólo queríamos dar provocativamente una saludable «sacudida» a
nuestra fe en la resurrección, llamando la atención sobre la necesidad de no
dejarla dormir beatíficamente el sueño de los justos, y de afrontar seriamente
su actualización teológica. Por nuestra parte, en los Servicios Koinonía,
concretamente en la RELaT (Revista Electrónica Latinoamericana de Teología),
hemos puesto en línea el epílogo del libro «Repensar la Resurrección», de
Andrés TORRES QUEIRUGA (http://servicioskoinonia.org/relat/321.htm), epílogo
que resume el libro y que invita a afrontar esa actualización. Recomendado
asumir el tema en la comunidad cristiana como una actividad formativa de
actualización teológica. Insistimos en
que no es un buen servicio evangelizador el mantener al pueblo cristiano
ignorante respecto a la actualización de la comprensión de la resurrección que
se están dando en la exégesis y en la teología, y que no hace bien el agente de
pastoral que se limita a repetir las sonoras afirmaciones de siempre sobre la
resurrección, y refiriéndose a las apariciones dando a entender a sus oyentes
que se trata de datos históricos indubitables no necesitados de interpretación…
Según las estadísticas, no son pocas las personas cristianas que no creen en la
resurrección; sin duda, algo tiene que ver con ello el hecho de que carecemos
de una interpretación teológica actualizada respecto a este elemento capital de
nuestra fe, momificado en las vendas de unas descripciones y supuestos con los
que una persona culta de hoy no puede comulgar. La evangelización
desactualizada puede convertirse en factor ateizante.
¿He vivido esta Semana Santa como el
camino que es a la resurrección y a la vida eterna? ¿He apostado por la Vida,
en mi vida? Trataré de dedicar un tiempo de soledad e introspección para
vivenciar personalmente esta fiesta religiosa que, dentro del cristianismo, es
«la madre de las fiestas».
Dado que hoy
es un día de fiesta que no suele permitir «reuniones de estudio», prescindimos
de esta sección hoy.
Para que la
Iglesia dé testimonio de la resurrección trabajando siempre en favor de la
vida, y de una vida digna y justa. Oremos. Para que
todos los pueblos avancen en el camino de libertad, la justicia y la paz.
Oremos. Para que el
esfuerzo personal y colectivo de todos los que buscan una persona más humana y
una sociedad más justa y fraterna, no resulte estéril. Oremos. Para que
todos los que sufren las secuelas de la opresión, la violencia y la injusticia,
encuentren más apoyo en nosotros para salir de su situación. Oremos Para que
nuestra fe en la resurrección nos haga perder todo miedo a la muerte y sus
secuelas. Oremos Para que el
gozo por la resurrección de Cristo nos afiance en nuestro compromiso con el
Reino de Dios y su justicia. Oremos.
Dios, nuestro Origen fontal, que nos
llenas de gozo con ocasión de las fiestas anuales de Pascua. Ayúdanos para que,
renovados por la gran alegría experimentada por la comunidad, trabajemos
siempre por vencer a la muerte y hacer crecer la Vida, hasta que la
experimentemos en su consumación plena. Nosotros te lo pedimos por Jesús, hijo
tuyo, hermano nuestro.
|
|
|