DOMINGO DE PENTECOSTÉS
CICLO "C" Primera lectura:
Hechos 2, 1-11 EVANGELIO - Paz con
vosotros. 20Y, dicho esto, les mostró las
manos y el costado. Los discípulos sintieron la alegría de ver al Señor. 21Les dijo de nuevo: - Paz con
vosotros. Igual que el Padre me ha enviado a mí, os envío yo a mi vez a
vosotros. 22Y, dicho esto, sopló y les dijo: - Recibid
Espíritu Santo. 23A quienes dejéis libres de los pecados, quedarán
libres de ellos; a quienes se los imputéis, les quedarán imputados. I La escena
tuvo lugar en Cafarnaún. «Un centurión tenía un siervo a quien estimaba mucho y
que estaba enfermo, a punto de morir. Oyendo hablar de Jesús, le envió unos
notables judíos para rogarle que fuera a curar a su siervo. Se presentaron a
Jesús y le rogaron encarecidamente: -Merece que se lo concedas, porque quiere a
nuestra nación y es e'l quien nos ha construido la sinagoga. Jesús se fue con
ellos» (Lc 7,lss). El centurión
es modelo de lo que hoy llamaríamos “ecumemsmo”. A pesar de no ser judío,
quiere al pueblo judío y le ha construido la sinagoga. De talante abierto,
favorece a otros que no son de su círculo de creencias. Por lo demás, las
relaciones con su empleado son ejemplares: «tenía un siervo a quien estimaba
mucho». El centurión no excluye la doble situación de siervo-señor, pero la
estima hacia su empleado la hace más humana. «No estaba ya
lejos de la casa, cuando el capitán le envió unos amigos -paganos- a decirle:
-Señor, no te molestes, porque no soy quién para que entres bajo mi techo. Por
eso tampoco me atreví a ir en persona; pero con una palabra tuya se curará mi
criado. Porque yo, que soy un simple subordinado, tengo soldados a mis
órdenes; y si le digo a uno que se vaya, se va; o a otro que venga, viene; y si
le digo a mi siervo que haga algo, lo hace» (Lc 7,6-8). La relación
de subordinación que hay entre el centurión y sus soldados es la que el
centurión reconoce como existente entre Jesús y la enfermedad. Para el
centurión no es necesario que Jesús llegue basta su casa para curar a su
siervo; basta con que lo ordene de palabra. Pero en este caso, y dada la fe del
centurión, no será ni siquiera necesaria la orden de Jesús; bastará con la fe. «Al oír esto,
Jesús se quedó admirado de él, y volviéndose a la gente que lo seguía, dijo:
-Os digo que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe. Al volver a casa los
enviados encontraron al siervo sano. » Este relato
de milagro es un tanto especial. No sucede aquí como en otros, en los que es
Jesús mismo quien cura tocando o hablando con el enfermo. Es la fe del
centurión la que hace el milagro, sin necesidad de intermediarios judíos (los
notables) o paganos (los amigos del centurión). Lo allí sucedido es una
ejemplificación de lo que Jesús mismo dice en el evangelio de Mateo: «Os aseguro
que si tuvierais fe como un grano de mostaza le diríais a aquella montaña que
viniera aquí, y vendría. Nada os sería imposible» (Mt 17,20). Aquel centurión mostró la fe
idónea para hacer milagros; una fe tan grande no encontró Jesús entre los que
era de esperar que la tuvieran, los judíos, que confiaban en un sistema
incapaz de curar y salvar. II
«Os digo que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe». ¿A quién se
dirigiría hoy Jesús? ¿Quién sería el centurión el pagano...? ¿Quién ocupará el
lugar de Israel? La fe sigue naciendo de la conciencia de las propias
limitaciones y de la confianza en que Jesús y su mensaje nos ayudarán a
superarlas. UN CENTURIÓN Cierto centurión tenía un
siervo al que apreciaba mucho y que se encontraba mal, a punto de morir.
Oyendo hablar de Jesús, le envió unos notables judíos para rogarle que fuera a
salvar a su siervo. Era un
militar, jefe de una centuria (cien
soldados). No estaba allí, en Palestina, para defender otra cosa que los intereses
del imperio. Era, por tanto, un agente del poder opresor, un instrumento
cualificado, aunque no demasiado importante, del imperialismo romano. Pero era
también un hombre, capaz de sentir afecto por la gente que tenía cerca, incluso
por sus subordinados: «tenía un siervo al que apreciaba mucho». Y a la hora de
ejercer su función lo hacía manejando más la zanahoria que el palo: «porque
quiere a nuestra nación y es él quien nos ha construido la sinagoga». Pero ni su
afecto ni su política condescendiente servían para asegurar la vida de su
siervo enfermo ni para devolver la libertad del pueblo que su nación
injustamente dominaba, y él era consciente de sus contradicciones y de sus
limitaciones. Al contrario de aquellos que veían la paja en el ojo del hermano
sin notar que tenían una viga en el suyo (véase comentario num. 36), él se da cuenta de que para entrar en
contacto con Jesús es necesario comportarse de manera muy diferente a como él
lo viene haciendo: «Señor, no te molestes, que yo no soy quién para que entres
bajo mi techo». Por eso se dirige a Jesús a través de intermediarios: un grupo
de notables judíos primero y unos amigos después. En ningún caso se atreve a
acercarse personalmente a Jesús. NI
SIQUIERA EN... Jesús se fue con ellos. No
estaba ya lejos de la casa cuando el centurión le mandó unos amigos a decirle: Señor, no te molestes, que
yo no soy quién para que entres bajo mi techo. Por eso tampoco me atreví a ir
en persona; pero con una palabra tuya se curará mi criado... Es ésta la
primera vez que se establece alguna relación entre Jesús y el paganismo, según
el evangelio de Lucas. Desde ahora va a quedar claro que la salvación que Dios
ofrece por medio de Jesús está destinada a todo el que quiera aceptarla, sin
necesidad de intermediarios, sin condiciones de raza, de religión, de cultura o
de cualesquiera de las muchas divisiones artificiales que los hombres hemos
establecido entre nosotros. Lucas
presenta la situación del mundo pagano mediante los personajes del centurión y
su siervo: el pueblo -el siervo- está en peligro, se encuentra mal a punto de morir. La sociedad pagana no encuentra
solución alguna para ese mal, ni en su religión ni en sus instituciones
civiles. Por eso acude a Jesús. El evangelio no dice por qué; pero lo cierto es
que el centurión se dirige a Jesús con plena confianza de que la solución a su
problema está en el Señor. Sin que
importe la distancia, sin que cuente ni siquiera su propia dignidad. Y Jesús,
en medio de un auditorio israelita, pone como ejemplo la fe de un pagano, la fe
de un idólatra: «Os digo que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe».
Aquellas
palabras de Jesús debieron de sonar como una ofensa y como una provocación.
¿Cómo era posible que se pusiera como ejemplo de fe al representante de la
potencia que estaba profanando la sagrada tierra de Israel y que, además, daba
culto a dioses falsos? Pero es que
la fe en Jesús nunca fue ni será cosa de raza, ni de tradiciones, ni siquiera
de religiosidad, sino una cuestión de confianza en que Jesús y su mensaje
tienen la respuesta a los problemas de nuestro mundo, a nuestros propios problemas,
y siempre presupone que se ha experimentado la propia indigencia, que nos
sentimos enfermos y necesitamos ser curados: «No sienten necesidad de médicos
los sanos, sino los que se encuentran mal» (Lc 5,31), acababa de decir Jesús. Los
cristianos, quizá los católicos más que otros, tenemos el peligro de sentirnos
demasiado seguros, como se sentían los israelitas, apoyados en nuestra religión, la única verdadera, fuera de la cual no existe salvación... Tenemos el
peligro de poner nuestra confianza en nuestras propias estructuras, de no
sentir la necesidad de que Jesús nos salve. Y aun hoy, la fe sólo es posible en
quien siente necesidad de un médico y pone su confianza en Jesús y en su mensaje. Esa salvación que se manifestará como
salud y vida que brotan abundantes al paso de Jesús (Lc 6,17b-19), como alegría
que rebosa en donde se pone por obra su palabra (Lc 5,33-39), como la libertad
de quienes lo han aceptado a él como único guía y maestro (Lc 6,1-5); en la felicidad que gozan entre persecuciones-
los que han asumido como razón para vivir las razones de su vida y de su
muerte (Lc 6,20-26). Quizá desde fuera vendrán -¿o quizá ya han venido?- a decirnos
que la salvación está en Jesús, sólo en Jesús. III
Es
el mismo día en que comienza la nueva creación (primero de la semana, cf. 20,1)
y, con ella, la nueva alianza. Esta
realidad va a ser considerada ahora desde el punto de vista de la Pascua
definitiva, con alusión al éxodo del Mesías. La
denominación los discípulos (el
artículo indica totalidad), incluye a todos los que dan su adhesión a Jesús;
no se mencionan nombres propios ni se establece limitación alguna. La situación
en que los discípulos se encuentran, con
las puertas atrancadas, por miedo... muestra su inseguridad; aún no tienen
experiencia de Jesús vivo (16,16) ni, frente a la amenaza que supone la
institución judía, se sienten apoyados por él. Como
José de Arimatea, son discípulos clandestinos (19,38), atemorizados, sin valor
para pronunciarse públicamente en favor del injustamente condenado. Es una
situación de temor paralela a la del antiguo Israel en Egipto (Éx 14,10); pero,
como lo estuvo aquel pueblo, están en la noche (Ya anochecido) en que el Señor va a sacarlos de la opresión (Éx
12,42; Dt 16,1). El
mensaje de María Magdalena no los ha liberado del temor. No basta tener noticia
de que Jesús ha resucitado; sólo su presencia misma puede dar la seguridad en
medio del mundo hostil. 19b-20
...llegó Jesús, haciéndose presente en el
centro, y les dijo: «Paz con vosotros». Y, dicho esto, les mostró
las manos y el costado. Los discípulos sintieron la alegría de ver al Señor. En
esta situación se hace presente Jesús, como lo había prometido (14,18s: No os voy a dejar desamparados, volveré con
vosotros, cf. 16,l8ss). Aparece en el centro de la comunidad, como punto de
referencia, fuente de vida, factor de unidad. A
ellos, que por el miedo habían perdido la paz, el saludo (Paz con vosotros) se la devuelve: es el saludo del que ha vencido
al mundo y a la muerte (cf. 14,27s; 16,33). Jesús
les muestra los signos de su amor y de su victoria (las manos y el costado): el que está vivo delante de ellos es el
mismo que murió en la cruz. Si tenían miedo a la muerte que podrían infligirles
"los judíos", ahora ven que nadie puede quitarles la vida que él
comunica. Viendo
las señales en el cuerpo de Jesús, los discípulos pueden dar fe al texto de la
Escritura (2,17: La pasión por tu casa me
consumirá), que malinterpretaron en su momento (2,22). Las
manos de Jesús no se han mencionado en la escena de la crucifixión. Pero a lo
largo del evangelio se ha afirmado que el Padre lo ha puesto todo en ellas
(3,35; 13,3), y que nadie podría arrebatar a las ovejas de su mano, como
tampoco de la del Padre (10,28s). Son estas manos las que dan seguridad a los
discípulos, pues ellas representan la fuerza de Jesús que los defiende; las
manos libres son signo de su victoria e instrumento de su actividad. El
costado, que había sido traspasado por la lanza, es la muestra de su amor sin
límite; son sus manos las que han de llevar a cabo la obra de ese amor. La
mención del costado remite a la escena de la lanzada, donde Jesús aparece como
el Cordero de Dios que ha sido inmolado (19,36: No se le romperá ni un hueso), el de la Pascua nueva y definitiva,
cuya sangre los libera para siempre de la muerte (Éx 12,12s). Es el Cordero que
será el alimento de este éxodo (Éx 12,8): su carne y su sangre han quedado
preparadas en la cruz, para que los
suyos puedan asimilarse a él (6,53s). La
permanencia de las señales en las manos y el costado indica la de su amor:
Jesús será para siempre el Mesías-rey crucificado, del que brotan la sangre y
el agua (19,34). Lo que el discípulo describió en el Calvario como un signo a
la vista del mundo entero, el Hijo del hombre levantado en alto del que fluía
la vida (cf. 3,14s), se propone ahora como experiencia de Jesús en el seno de
la comunidad. El
efecto del encuentro con Jesús es la alegría, como él mismo había anunciado
(16,20: vuestra tristeza se convertirá en
alegría). Ha comenzado la fiesta de la nueva Pascua y de la creación
definitiva. Ha nacido el Hombre (16,21). Las manos y el costado recuerdan al
mismo tiempo el dolor del parto y su fruto: el Hombre-Dios. El
éxodo del Mesías no se hace saliendo físicamente del mundo injusto (17,15),
sino saliendo de él hacia Jesús, entrando en su espacio. La comunidad centrada
en él es la nueva tierra prometida, situada en medio del sistema opresor. 21 Les dijo de nuevo: «Paz con vosotros. Igual que el Padre me ha enviado
a mí, os envío yo a mi vez a vosotros». La
repetición del saludo introduce la misión, que era el objetivo de la elección
de los discípulos (15,16; 17,18). La paz que antes les ha comunicado Jesús les
ha confirmado su victoria y los ha liberado del miedo. Ahora les da de nuevo
paz, es decir, confianza y seguridad
para el presente y para el futuro. Esa paz deberá acompañarlos en la misión que
comienza, en las dificultades de la labor en el mundo. La
misión de Jesús ha consistido en dar testimonio en favor de la verdad (18,37),
manifestando con sus obras la persona del Padre (19,30; 17,6) y su amor a los
hombres (17,1.4: la gloria). En lo sucesivo, toca a los discípulos realizar
esas mismas obras (9,4) y producir fruto unidos a Jesús (15,5). La
misión ha de ser cumplida como él la cumplió, demostrando el amor hasta el
final que simbolizan las manos y el costado. Van a un mundo que los odia como
lo odió a él (15,18); ahora pueden ir sin temor alguno. Como
en el caso de María Magdalena (20,17), Jesús no quiere que la comunidad esté
absorbida por la unión con él. La dedicación al bien de los hombres es
esencial, y con ella se conecta el don del Espíritu. 22 Y, dicho esto, sopló y les dijo: «Recibid Espíritu Santo». El
Espíritu los capacitará para la misión. El verbo sopló o “exhaló su aliento” es el mismo que se encuentra en Gn 2,7
para indicar la infusión en el hombre del aliento de vida. Jesús les infunde
ahora su propio aliento, el Espíritu,
aquel que había entregado en la cruz una vez acabada en él la creación
del Hombre (19,30: dijo: “Queda
terminado”. Y... entregó el Espíritu). Con el “amor y lealtad” que les comunica (1,16),
crea la nueva condición humana, la de
hombre-espíritu (3,6, 7,39).
Queda así superada la condición de “carne”, es decir, la de lo débil y transitorio.
De este modo culmina la obra creadora. Esto significa “nacer de Dios” (1,13),
estar capacitado para “hacerse hijo de Dios” (1,12). Bautizados con el Espíritu
(1,33), quedan liberados “del pecado del mundo” (1,29) y salen de la esfera de
la opresión. La experiencia de vida que da el Espíritu es “la verdad que hace
libres” (8,31s). Han sido “consagrados con la verdad” (17,17s). Al recibir la
efusión del Espíritu, reconocen en Jesús el nuevo santuario de Dios (2,19.21s). Con
esto queda constituida la comunidad. Su centro es Jesús, pero no está cerrada
en sí misma. Al contrario, así preparada, se dedicará a comunicar vida a otros,
sabiendo que ese amor hacia los demás será fuente incesante de Espíritu en
ella. Jesús no comunica el Espíritu a los suyos como un privilegio personal,
sino como una capacitación para la labor con la humanidad, objeto del amor de
Dios (3,16). A medida que otros hombres vayan dando su adhesión a Jesús, irán
recibiendo a su vez el Espíritu. 23 «A quienes dejéis libres de los pecados, quedarán libres de ellos; a
quienes se los imputéis, les quedarán imputados». Este
dicho de Jesús, dirigido a la comunidad como tal, señala el resultado positivo
y negativo de la misión, paralelo con el de la suya. El pecado, la represión o supresión de
la vida que impide la realización del proyecto creador, se comete al aceptar
los valores de un orden injusto; los
pecados son las injusticias concretas que se derivan de esa aceptación.
Cuando el individuo cambia de actitud y se pone a favor de los seres humanos,
cesa el pecado (15,3). La
comunidad prolonga en el tiempo el ofrecimiento de vida que hace el Padre a la
humanidad en Jesús. Pero el testimonio de los discípulos (15,26s) obtendrá las
mismas respuestas que tuvo el suyo: habrá quienes lo acepten y quienes, por el
contrario, se endurezcan en su actitud (15,18-21; 16,1-4). Al
que lo acepta y es admitido en el grupo cristiano, rompiendo de hecho con los
valores del sistema injusto, la comunidad le declara que su pasado ya no pesa
sobre él. Dios refrenda esta declaración infundiéndole el Espíritu que lo
purifica (19,34) y lo consagra (17,16s). Con
los que rechazan el testimonio y persisten en la injusticia, más que las
palabras, la existencia misma de la comunidad denuncia su modo de obrar. El
contraste entre la actividad en favor de los hombres ejercida por el grupo cristiano
y la conducta perversa de los que pertenecen al sistema opresor pone en
evidencia los pecados de éstos y los acusa. La confirmación divina significa
que sobre estos hombres, que se mantienen voluntariamente en la zona de la
tiniebla, pesa la reprobación divina (3,36). La
aceptación o rechazo del amor que se le ofrece hace resonar dentro del hombre
mismo su propia liberación o su propia sentencia. IV
(http://www.servicioskoinonia.org/biblico/calendario),
o directamente aquí: Nota 2: Pentecostés
no es una fiesta originariamente cristiana. Como «Fiesta de las Semanas» o «de
la Cincuentena», fue instituida en Israel para celebrar el inicio de la
cosecha. Se celebraba siete semanas o cincuenta días a partir de la Pascua para
dar gracias a Dios por la nueva cosecha (cf. Ex 23,16;34,22; Lv 23,15-21; Dt
16,9-12). En el judaísmo tardío se transformó en festividad plenamente
religiosa: pasó a ser memoria del don de la Ley en el Sinaí al pueblo liberado
de Egipto. Para recordar o estudiar la interesante «prehistoria» de las
festividades cristianas, casi desconocida, y muy iluminadora, recomendamos el
clásico libro de Thierry MAERTENS, «Fiesta en honor de Yahvé». Pueden tomarlo
de la biblioteca de Koinonía (servicioskoinonia.org/biblioteca). Sugerencias para
la homilía (Escritas para el Diario Bíblico Latinoamericano en un ciclo
anterior por el biblista Silvio Báez, recientemente nombrado obispo auxiliar de
Managua, a quien agradecemos). El Espíritu
es la misma vida de Dios. En la Biblia es sinónimo de vitalidad, de dinamismo y
novedad. El Espíritu animó la misión de Jesús y se encuentra también a la raíz
de la misión de la Iglesia. El evento de Pentecostés nos remonta al corazón
mismo de la experiencia cristiana y eclesial: una experiencia de vida nueva con
dimensiones universales. La primera
lectura (Hch 2,1-11) es el relato del evento de
Pentecostés. En ella se narra el cumplimiento de la promesa hecha por
Jesús al final del evangelio de Lucas y al inicio del libro de los Hechos (Lc
24,49: “Por mi parte, les voy a enviar el don prometido por mi Padre...
quédense en la ciudad hasta que sean revestidos de la fuerza que viene de lo
alto”; Hch 1,5.8: “Ustedes serán bautizados con Espíritu Santo dentro de pocos
días... ustedes recibirán la fuerza del Espíritu Santo”). Con esta
narración Lucas profundiza un aspecto fundamental del misterio pascual: Jesús
resucitado ha enviado el Espíritu Santo a la naciente comunidad, capacitándola
para una misión con horizonte universal. El relato inicia dando algunas indicaciones
relativas al tiempo, al lugar y a las personas implicadas en el evento. Todo
ocurre “al llegar el día de Pentecostés” (Hch 2,1). Pentecostés es una fiesta
judía conocida como “fiesta de las semanas” (Ex 34,22; Num 28,26; Dt 16,10.16;
etc.) o “fiesta de la cosecha” (Ex 23,16; Num 28,26; etc.), que se celebraba
siete semanas después de la pascua. Parece ser
que en algunos ambientes judíos en época tardía, en esta fiesta se celebraban
las grandes alianzas de Dios con su pueblo, particularmente la del Sinaí que
estaba directamente relacionada con el don de la Ley. Aunque Lucas no
desarrolla esta temática en el relato de Pentecostés, seguramente conocía esta
tradición y es probable que haya querido asociar el don del Espíritu, enviado
por Cristo resucitado, al don de la Ley recibido en el Sinaí. En la comunidad
de Qumrán, contemporánea a Jesús, Pentecostés había llegado a ser la fiesta de
la Nueva Alianza que aseguraba la efusión del Espíritu de Dios al nuevo pueblo
purificado (cf. Jer 31,31-34; Ez 36). El texto de
los Hechos da otra indicación: “estaban todos juntos en un mismo lugar” (Hch
2,1). Con estas palabras se quiere sugerir que los presentes estaban unidos, no
sólo en un mismo sitio, sino con el corazón. Aunque no se habla de una reunión
cultual, no sería extraño que Lucas imaginara a los creyentes en oración,
esperando la venida del Espíritu, de la misma forma que Jesús estaba orando
cuando el Espíritu bajó sobre él en el bautismo (Lc 3,21: “Mientras Jesús
oraba... el Espíritu Santo bajó sobre él”; Hch 1,14: “Solían reunirse de común
acuerdo para orar en compañía de algunas mujeres, de María la madre de Jesús y
de los hermanos de éste”). Lucas utiliza
en primer lugar el símbolo del viento para hablar del don del Espíritu: “De
repente vino del cielo un ruido, semejante a una ráfaga de viento impetuoso y
llenó la casa donde se encontraban” (Hch 2,2). Aunque los discípulos estaban a
la espera del cumplimiento de la promesa del Señor resucitado, el evento ocurre
“de repente” y, por tanto, en forma imprevisible. Es una forma de decir que se
trata de una manifestación divina, ya que el actuar de Dios no puede ser
calculado ni previsto por el ser humano. El ruido llega “del cielo”, es decir,
del lugar de la trascendencia, desde Dios. Su origen es divino. Y es como el
rumor de una ráfaga de viento impetuoso. El
evangelista quería describir el descenso del Espíritu Santo como poder, como
potencia y dinamismo y, por tanto, el viento era un elemento cósmico adecuado
para expresarlo. Además, tanto en hebreo como en griego, espíritu y viento se
expresan con una misma palabra (hebreo: ruah; griego: pneuma). No es extraño,
por tanto, que el viento sea uno de los símbolos bíblicos del Espíritu.
Recordemos el gesto de Jesús en el evangelio, cuando “sopla” sobre los discípulos
y les dice: “Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,22), o la visión de los
esqueletos calcinados narrada en Ezequiel 37, donde el viento–espíritu de Dios
hace que aquellos huesos se revistan de tendones y de carne, recreando el nuevo
pueblo de Dios. “Entonces
aparecieron lenguas como de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno
de ellos” (Hch 2,3). Lucas se sirve luego de otro elemento cósmico que era
utilizado frecuentemente para describir las manifestaciones divinas en el
Antiguo Testamento: el fuego, que es símbolo de Dios como fuerza irresistible y
trascendente. La Biblia habla de Dios como un “fuego devorador” (Dt 4,24; Is
30,27; 33,14); “una hoguera perpetua” (Is 33,14). Todo lo que entra en contacto
con él, como sucede con el fuego, queda transformado. El fuego es también
expresión del misterio de la trascendencia divina. En efecto, el ser humano no
puede retener el fuego entre sus manos, siempre se le escapa; y, sin embargo,
el fuego lo envuelve con su luz y lo conforta con su calor. Así es el Espíritu:
poderoso, irresistible, trascendente. El evento
extraordinario expresado simbólicamente en los vv. 2-3 se explicita en el v. 4:
“Todos quedaron llenos del Espíritu Santo”. Dios mismo llena con su poder a
todos los presentes. No se les comunica un auxilio cualquiera, sino la plenitud
del poder divino que se identifica en la Biblia con esa realidad que se llama:
el Espíritu. Se trata de un evento único que marca la llegada de los tiempos
mesiánicos y que permanecerá para siempre en el corazón mismo de la Iglesia.
Desde este momento el Espíritu será una presencia dinámica y visible en la vida
y la misión de la comunidad cristiana. La fuerza
interior y transformadora del Espíritu, descrita antes con los símbolos del
viento y del fuego, se vuelve ahora capacidad de comunicación que inaugura la
eliminación de la antigua división entre los seres humanos a causa de la
confusión de lenguas en Babel (Gen 11). “Y comenzaron a hablar en lenguas
extrañas, según el Espíritu Santo les concedía expresarse” (v. 4). En
Jerusalén, no en la casa donde están los discípulos, ni en el espacio cerrado
de unos pocos elegidos, sino en el espacio abierto donde hay gente de todos las
naciones (v. 5), en la plaza y en la calle, el Espíritu reconstruye la unidad de
la humanidad entera e inaugura la misión universal de la Iglesia. El pecado
condenado en el relato de la torre de Babel es la preocupación egoísta de los
seres humanos que se cierran y no aceptan la existencia de otros grupos y otras
sociedades, sino que desean permanecer unidos alrededor de una gran ciudad cuya
torre toque el cielo. El Espíritu debe venir continuamente para perdonar y
renovar a los seres humanos para que no se repitan más las tragedias causadas
por el racismo, la cerrazón étnica y los integrismos religiosos. El Espíritu
de Pentecostés inaugura una nueva experiencia religiosa en la historia de la
humanidad: la misión universal de la Iglesia. La palabra de Dios, gracias a la
fuerza del Espíritu, será pronunciada una y otra vez a lo largo de la historia
en diversas lenguas y será encarnada en todas las culturas. El día de
Pentecostés, la gente venida de todas las partes de la tierra “les oía hablar
en su propia lengua” (Hch 2,6.8). El don del Espíritu que recibe la Iglesia, al
inicio de su misión, la capacita para hablar de forma inteligible a todos los
pueblos de la tierra. En el
evangelio se narra la aparición del Señor Resucitado a los discípulos el día de
pascua. Todo el relato está determinado por una indicación temporal (es el
primer día de la semana) y una indicación espacial (las puertas del lugar donde
están los discípulos están cerradas). La referencia
al primer día de la semana, es decir, el día siguiente al sábado (el domingo),
evoca las celebraciones dominicales de la comunidad primitiva y nuestra propia
experiencia pascual que se renueva cada domingo. La indicación de las puertas
cerradas quiere recordar el miedo de los discípulos que todavía no creen, y al
mismo tiempo quiere ser un testimonio de la nueva condición corporal de Jesús
que se hará presente en el lugar. Jesús atravesará ambas barreras: las puertas
exteriores cerradas y el miedo interior de los discípulos. A pesar de todo,
están juntos, reunidos, lo que parece ser en la narración una condición
necesaria para el encuentro con el Resucitado; de hecho Tomás sólo podrá llegar
a la fe cuando está con el resto del grupo.
Jesús “se
presentó en medio de ellos” (v.19). El texto habla de “resurrección” como
venida del Señor. Cristo Resucitado no se va, sino que viene de forma nueva y
plena a los suyos (cf. Jn 14,28: “me voy y volveré a vosotros”; Jn 16,16-17) y
les comunica cuatro dones fundamentales: la paz, el gozo, la misión, y el
Espíritu Santo. Los dones pascuales
por excelencia son la paz (el shalom bíblico) y el gozo (la járis bíblica), que
no son dados para el goce egoísta y exclusivo, sino para que se traduzcan en
misión universal. La misión que el Hijo ha recibido del Padre ahora se
vuelve misión de la Iglesia: el perdón de los pecados y la destrucción de las
fuerzas del mal que oprimen al ser humano. Para esto Jesús dona el Espíritu a
los discípulos. En el texto, en efecto, sobresale el tema de la
nueva creación: Jesús “sopló sobre ellos”, como Yahvé cuando creó al ser humano
en Gen 2,7 o como Ezequiel que invoca el viento de vida sobre los huesos secos
(Ez 37). Con el don
del Espíritu el Señor Resucitado inicia un mundo nuevo, y con el envío de los
discípulos se inaugura un nuevo Israel que cree en Cristo y testimonia la
verdad de la resurrección. Como “seres humanos nuevos”, llenos del aliento del
Espíritu en virtud de la resurrección de Jesús, deberán continuar la misión del
“Cordero que quita el pecado del mundo”: la misión de la Iglesia que continúa
la obra de Cristo realiza la renovación de la humanidad como en una nueva obra
creadora en virtud del poder vivificante del Resucitado.
Para la
revisión de vida ¿En qué aspectos concretos de mi
vida estoy experimentando al Espíritu Santo como fuerza y luz? ¿Soy dócil a los caminos del
Espíritu, siguiendo la palabra del evangelio y viviendo abierto a la novedad de
Dios en mi vida en constante discernimiento? ¿Cómo vivo en mi existencia
cristiana las tensiones inevitables que existen entre carisma e institución,
dones personales y misión comunitaria, vida interior y compromiso por la
justicia? Para la
reunión de grupo ¿Qué reacción
nos produce la palabra "espíritu"? Démosle sinónimos explicativos. Hoy hablan
muchos del "espíritu" y lo encuentran en regiones o en actividades
muy lejanos de la realidad, del compromiso social, en lo "puramente
religioso"... ¿Es así lo que la Biblia nos dice del Espíritu? Pongamos
ejemplos. «Hay que ser
espirituales, no espiritualistas»: comentar la frase, con razones y con
experiencias. En el
trasfondo de lo que escribe, Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (1ª lectura)
tiene en el pensamiento el símbolo de lo que ocurrió en Babel: ¿en qué sentido?
Explicitar las referencias simbólicas. Para la
oración de los fieles Cristo Jesús,
que con el envío del Espíritu Santo has cumplido la promesa del Padre, renueva
con este mismo Espíritu la historia de la humanidad, y concédenos el don de la
paz. Roguemos al Señor.... Cristo Jesús,
que con el envío del Espíritu Santo has dado inicio a la misión universal de tu
Iglesia, haz que la comunidad cristiana sea siempre en el mundo signo de
liberación, de diálogo y de reconciliación entre los seres humanos. Roguemos al
Señor... Cristo Jesús,
que con el envío del Espíritu Santo has fortalecido a tus discípulos para que
fueran tus testigos hasta los confines del mundo, fortalece con este mismo
Espíritu a los misioneros y misioneras que anuncian tu evangelio de paz y de
salvación. Roguemos al Señor... Oración
comunitaria Dios, Padre de nuestro Señor
Jesucristo, Padre de la Gloria: ilumina nuestra mirada interior para que,
viendo lo que esperamos a raíz de tu llamado, y entendiendo la herencia grande
y gloriosa que reservas a tus santos, comprendamos con qué extraordinaria
fuerza actúa en favor de los que creemos. Por N.S.J. [cfr Ef 1, 17ss] Dios nuestro, Espíritu inasible, Luz
de toda luz, Amor que está en todo amor, Fuerza y Vida que alienta en toda la
Creación: derrámate hoy de nuevo sobre toda la creación y sobre todos los
pueblos, para que buscándote más allá de los diferentes nombres con que te invocamos,
podamos encontrarTe, y podamos encontrarnos, en Ti, unidos en amor a todo lo
que existe. Tú que vives y haces vivir, por los siglos de los siglos. Señor Dios,
nuestro Padre, que has renovado el mundo a través del camino pascual de tu Hijo
y con el envío del Espíritu Santo sobre sus discípulos, haznos abiertos a la
acción del Espíritu y dóciles a sus caminos, anunciando con nuestra vida el
evangelio del Reino a todos los pueblos y comprometiéndonos a construir un
mundo nuevo donde reine la justicia y la paz. Por nuestro Señor Jesucristo.
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